Ya no existen abuelitas como las de antes

Ya no existen abuelitas como las de antes

En memoria de María Inés Arias, una mujer extraordinariamente amorosa.

 

Por: ALEXANDER VELÁSQUEZ

Sumercé, recuerdo la casa esquinera con el árbol de brevo. Y recuerdo que era feliz cada vez que iba de visita.

Cuando yo tenía 14 años, una bendita uña se encarnó. Lo que pasa es que las de mis pies crecen hacia adentro; si me descuido, ni para qué les cuento. Solo me pasó una vez. Estaba donde mi abuelita Inés y ella con qué paciencia, me revisó:

-Tranquilo, mijo, ya le soluciono ese problema, me dijo. No sabía  lo que se me venía, literalmente, pierna arriba.

La abuela trajo un pañuelo blanco:

-Lo va a sostener en la boca –me dijo- y no lo va a soltar hasta que termine la operación. Esas palabras me mandaron al otro mundo. Pero ahí estaba yo, dándomelas de valiente, sin anestesia, ahogando los gritos. ¿Que las mujeres son machas y los hombres somos flojos? Totalmente.

Fue una operación perfecta. Porque ella tenía unas manos de ángel. Y cuando cocinaba, sus manos y sazón eran las de una santa. Bella, generosa, única, así la recuerdo.

La visitaba cada 31 de diciembre. Le llevaba una canasta de frutas porque era su cumpleaños. Yo digo que  la bisabuela Tránsito debió pasarla muy mal ese último día de 1927: A lo mejor papá Joaquín celebrando la llegada del año nuevo y ella con los dolores de  la pequeña Inés que ​llegaba.

Mi abuela se hizo querer fácilmente: era amplia como  las mujeres campesinas de antes, de las que ya casi no existen. Le gustaba el whisky y me cuentan que lo disfrutó  hasta casi los últimos días de sus 81 años. Bailaba con la alegría de una quinceañera; así de feliz se la veía en las fiestas.

Se desvivía en atenciones con uno y lo atendía a cuerpo de rey. Cuando  llegaba, me servía platos rebosantes; por ella aprendí a querer el cocido boyacense con sus cubios, hibias, chuguas y habas. Su sudado de arvejas con queso era único. No he vuelto a probarlo en otro lado. Porque la gente ya no tiene los secretos que tenían las abuelas de antes. Hemos dejado perder muchas tradiciones, qué pesar.

Mi abuelo se llama Jorge Enrique. Lo recuerdo como un señor de pocas palabras. Siempre que me veía, preguntaba: -¿y el joven quién es? Para mis adentros pensaba: -¿abuelito, usted no sabe quién soy yo? Mi abuela le contestaba:​ ​-acuérdese, es otro hijo de Manuel. Supongo que después ella le explicaba que yo era el fruto de una camada anterior. Es que mi papá fue muy  querendón con las mujeres; cumplirá 75 años en octubre.

Yo creo que mi abuelito nunca supo quién era yo y menos lo debe saber ahora que tiene 97 años; unos días está más lúcido y  otros no tanto, me cuenta mi tío Luis. A veces le pregunta a él por mi abuelita y él le recuerda que se fue al cielo en el 2008.

Dos enfermeras se turnan para cuidarlo en la casa del árbol de brevo que, a propósito, ya no tiene ni árbol ni brevas.  Mi abuelo es la persona más longeva de mis dos familias. Cuando nació, en 1924, el presidente de Colombia era Pedro Nel Ospina. Mis  bisabuelos paternos se llamaban Virginia y José María.

Me pregunto si él sabe que estamos en medio de una pandemia, si le habrán contado lo descuadernado que anda este país. A veces pienso que es una bendición que no lo sepa.  Me gustaría poder abrazarlo y tener una foto de él con mis cuatro hijos, pero hay que protegerlo del bendito coronavirus.

Lo visité hace un par de días con las precauciones del caso y le hablé  de su tataranieta Melanie Sofía. Él me escuchó y se sonrió. No voy a negar que   me dio tristeza verlo postrado en una cama hospitalaria, eso sí, rodeado de amor, recibiendo alimento tres veces al día a través de una sonda.  Me cuentan que lleva unos seis años así; hago el esfuerzo para entender qué nos quiere decir Dios.

Con su espíritu laborioso, propio de los boyacenses, los abuelos criaron  a ocho hijos en su natal Jenesano y después todos echaron raíces en Bogotá:  Manuel, Lilia, Saúl, Rosa, Jorge, Humberto, Dora y Luis.

Jenesano se fundó con el nombre de Piranguata, pero en 1833 el presbítero Ángel María Gallo cambió el nombre del poblado en honor al municipio italiano de Genazzano, que significa «pueblo sano». Lo leí en Wikipedia. A lo mejor tenemos sangre italiana y no lo sabemos, ja ja ja.

Conversaba con mi abuela en la sala con el televisor encendido, a veces en la azotea. Hablábamos  de las cosas que hablan los abuelos y los nietos. Al despedirme, me metía un billete en el bolsillo del pantalón o de la camisa. Ese dinero fue siempre una bendición para mí.  Cuando tuve familia, no perdió la costumbre y la transferencia de sus atenciones la recibieron mis hijas Paula y Kimberly. Recuerdo que tenía una muchacha que le ayudaba con los oficios y la mandaba a comprar cervezas para mí. Las abuelitas además de amorosas son alcahuetas. Por eso es que las extrañamos tanto.

Si llego a viejo quiero ser como ella: sin  un ápice  de amargura. Murió tan tranquila como vivió. Cuentan que el día indicado vino un ángel por ella.  Los que ven con el corazón saben de lo que hablo.

No quise ir a su funeral porque para mí ella sigue viva. Las personas a las que uno recuerda con amor nunca mueren. Aquellos seres que dejan huella siguen presentes hasta cuando uno se los vuelva a encontrar.

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