De tanto frecuentar a la gitana, Antonio terminó enamorándose de ella. ¿O sería al contrario? Fuere como fuere, las lenguas viperinas decían que ese noviazgo otoñal era resultado de la conveniencia, y que quien salía ganando era la mujer que pasaba penurias económicas porque ya los vecinos no creían en los cuentos de los gitanos. La gente dejó de hablar mierda el día que ellos decidieron compartir el mismo techo.
Antonio dejó entonces la sana costumbre de leer novelas de amor pero se dedicó a poner en práctica todo lo que había aprendido en ellas. A cambio de instruirla en las artes amatorias, como si fuera el autor del Kama Sutra, ella le quitó la maña de andar contradiciendo por todo y él empezó a llevar una vida normal, donde las exageraciones pasaron a formar parte de su prehistoria personal. Y de lo viejo y cansado que estaba, se fue olvidando del asunto de la tal bisexualidad.
Los días volaban al lado de su amada, que con algo de paciencia le enseñó el arte de quiromancia y de la noche a la mañana Antonio se volvió un ducho en la lectura de manos, tanto que cuando la mujer no estaba él se hacía pasar por gitano –aunque decía que era alquimista porque lo leyó en Cien años de soledad- y le pronosticaba toda clase de pendejadas a la poca gente que aún le tenía fe a esas vainas. Sus ocho hijos conocieron a la gitana y los visitaban con regularidad; uno de ellos aprendió a descifrar las líneas de la vida que señalan, en las palmas de las manos, lo que a uno le tiene y no le tiene que pasar.
Podría decirse que Antonio y la gitana fueron felices espantándose la soledad de manera mutua, y todas las benditas noches le preguntaba a ella si en verdad él moriría faltando un mes para cumplir los 90 años.
-Confírmame eso, decía él.
-Ya voy Toño, respondía ella. Y se dormían arrunchados entre sonoras carcajadas.
FIN