Al cumplir 89 años, Antonio presintió que no pasaría de los 90, a pesar de que sus abuelos casi habían coronado la centuria. Entonces, llamó a uno de sus ocho hijos y le dictó las que fueron sus últimas palabras, que no eran necesariamente el testamento, porque ese ya lo había concertado siete años antes con su abogado, un enano al que nadie tomaba en serio por qué ¿cuándo se ha visto a un enano hablando de leyes?, que así argumentaba la gente envidiosa.
Dejó por escrito, en una hoja amarilla y a rayas tamaño carta, las instrucciones de su propio funeral.
-No quiero flores, tampoco que me lloren. Ahórrense las lágrimas de cocodrilo, se leía en las primeras líneas.
Antonio tenía la certeza de que muchas personas no lo querían por ser como era y sin embargo estarían en primera fila para verlo descender al hueco, donde, como había sido su voluntad última, sería banquete de gusanos. Pero luego corrigió esa parte y ordenó la cremación. Autorizó que solo asistieran 101 personas y si aparecían más debían devolverse o esperar afuera del camposanto. Le guardaba cierta reverencia a ese número desde que vio la película 101 dálmatas, a pesar de que odiaba a los perros.
Según dispuso, todas las personas debían ir vestidas de blanco, desde los zapatos hasta cualquier cosa que se pusieran en la cabeza. Solía decir que el negro ya estaba pasado de moda y que el blanco –blanco champaña para ser exactos- debía ser el nuevo símbolo universal del luto para pasar ese trago amargo del último adiós.
A medida que el féretro descendiera –pidió- se debía buscar en YouTube la canción 0 Fortuna, que era su favorita.
–Un tema así le sienta bien a los muertos, comentaba con cualquiera que lo escuchaba, sentado en la sillita de cemento del parque, donde iba a leer, ya pensionado y solo, porque aquel muchachito diez años menor, ahora era otro anciano, pero lo había abandonado hacía mucho tiempo por un fulano diez años menor que él.
Como lo pronosticó la gitana, Antonio murió sin estrenar el noveno piso y por la causa más tonta de todas: puro cansancio, según certificó el médico. El día del sepelio hubo 50 invitados –si es que se puede decir así- en vez de 101 y de los cincuenta apenas sus hijos iban vestidos de blanco normal; pero ni ellos se acordaron de la canción que le gustaba al papá; eso sí, lo lloraban como Magdalenas pero luego se tranquilizaron al caer en la cuenta que cada uno obtendría una preciosa herencia. La ex esposa llegó también y le perdonó la maricada.
Como daba lástima que se fuera de este mundo achicharrado, los señores del horno crematorio se tuvieron que devolver por donde habían llegado.
Hermosas orquídeas y hermosos girasoles cayeron sobre el ataúd hecho en madera de pino donde iba el buen hombre. El cura que ofició el funeral dedicó varios minutos para exaltar su corazón generoso y a ponerlo como ejemplo por su dechado de virtudes.
-La gente amplia prácticamente se extinguió. Era un loquito compasivo que nunca olvidó el deber cristiano de la limosna, dijo.
Y entre quienes fueron a despedirlo, como si a viajar se fuera, varios en primera fila no disimularon la felicidad que el finado les producía.
-Te ganamos una, viejo condenado, decían en voz baja, porque de todas maneras temían que el difunto regresara una noche de estas para jalarlos de las patas.
Es que debieron esperar a que Antonio se muriera para llevarle la contraria; mejor dicho, esperaron media vida con resignación para que sus deseos se cumplieran pero a la inversa.
De pronto alguien observó la lápida que más tarde fue puesta en la tumba del anciano: Decía: «No estoy muerto. Simplemente me fui a la siguiente vida, porque me cansé de joderles la paciencia en ésta».
FIN