Primera historia de amor

Primera historia de amor

Textos: ALEX VELASQUEZ

-¿Qué pasó con la muchacha que alborotó mis hormonas a los catorce años?, se preguntarán.

En mis tiempos uno se le declaraba a la persona que le gustaba, unas veces de frente, por papelitos o mandándole razones con algún conocido. En los recados uno preguntaba si quería ser la novia y tocaba tener paciencia hasta que ella respondiera. No era de inmediato. A veces tocaba esperar días. Yo, por supuesto, preso de una exagerada introversión, no me le declaré a la muchacha. Fue ella quien lo hizo. Mejor dicho: me mandó señales con Ana, su mejor amiga, que desde aquel día fue nuestra Celestina sin habérselo pedido.

-Le mandan saludes y este papelito, me dijo.

-Dígale que sí, le mandé a decir después de leer la declaración de amor juvenil.

En serio, así ocurrió.

Nos hicimos novios y esa noche o a la siguiente –no recuerdo bien- quedamos en vernos en el poste que quedaba cerca a la casa de ella. En medio de mi timidez, fui feliz al saber que por fin podría tenerla cerca, tomarla de las manos y, en el mejor de los casos, juntar nuestros alientos. Y así sucedió en la parte más alta de Casaloma, bajo la luz de aquel poste de alumbrado público, cuya luminosidad fue tan potente que a las siguientes noches una señora chismosa que tenía la costumbre de espiar por la  ventana del segundo piso, vio la escena. Y más tardamos nosotros en darnos aquel piquito inocente de adolescentes, que la vieja en cuestión irle con el informe al papá de la chica.  ¿O debería decir “de mi chica”?

ILUSTRACIÓN: GABRIELA VELÁSQUEZ

El señor -¿mi suegro?- fue muy hábil con la información de la Mata Hari de barrio. La anciana le había dado las coordenadas y cualquier día apareció de la nada a eso de las 8:00 de la noche -¿o serían las 7:00?-. A ella la mandó para la casa de un solo grito y para mí tenía preparado un pequeño discurso:

-Ni se le ocurra meterse más con mi niña. Si lo veo merodeando cerca, se las verá conmigo, sentenció.

Una amenaza de ese calibre, a los 14 años, para alguien que todavía jugaba a las canicas, sonaba como a sentencia de muerte y por supuesto me cuidé de meter las narices donde no debía, o de meterlas pero sin que me pillaran. El miedo hizo que me alejara momentáneamente de la muchacha, a pesar de que estudiábamos en el mismo colegio, como ya dije. El señor ignoraba que yo ya había irrumpido en su casa un sábado que, asustado,  pasé a saludar a mi novia, por invitación de ella; hacia oficio y cuidaba de sus hermanitas menores. Hablamos un rato, que era lo único que uno hacia entonces con las novias.

Yo me sentía como ese pedacito de la canción de Ana y Jaume que decía “De qué me sirve tanto estudio, si contigo yo repruebo siempre”, y que fue el tema de una serie de televisión que marcó a los de nuestra época: “Décimo grado”.

A propósito, en el colegio casi me voy a los golpes con un compañero por el amor de esa chica, pero ella ni bolas le paraba, a lo mejor  porque él tenía los dientes en recreo y dos se le salían de la boca como si fuera conejo. El tipo me amedrentaba con amenazas para que me alejara, y usaba a su mejor amigo, que ahora es un teniente del ejército, para ambos infundir mayor terror en aquella criatura escuálida que era yo. Al final tocó arreglar por las buenas: hablando le hice saber que ella no gustaba de él, hasta que se le pasó la bobada y nos hicimos amigos.

Si bien el “casi suegro” no me quería ni cinco, siempre intuí que yo le gustaba a su niña. Algo tenía este mono con gafas fondo de botella que causaba cierta perturbación en ella. Creo que eran mis ojos verdes. Ahora que lo pienso, aunque no tengo el apellido de papá, si heredé –para mi vanidoteca- los “ojos de gargajo”, que así me decían los envidiosos.

Una vez, la muchacha subió por mi cuadra solo para ver donde vivía yo, lo que confirmaba mi teoría: la traía loquita. Recuerdo que nos saludamos al lado del árbol de saúco que mi abuela había plantado desde el primer día que existió aquella casa de madera y latas de zinc con pisos de tierra, junto a una planta de ortiga que usaba para cuando uno se portaba mal.

¡Ayayay!, cómo olvidar esas ronchas que ardían terriblemente y tardaban rato en desaparecer. Gracias a Google, ahora sé que aquella urticaria era provocada por la liberación de histamina, una sustancia presente en las hojas de la ortiga.

Volvamos al cuento.

Aquella muchacha de mis sueños se parecía, puedo decir ahora, a Remedios, el mítico personaje de Cien años de soledad:  «Una preciosa niña con piel de lirio y ojos verdes».

Cuando superé el miedo, volvimos a ser novios “a escondidas” por unos días hasta que una vecina me trasquiló (dizque necesitaba un modelo para su curso de belleza y yo de pendejo me presté para ahorrarme la plata de la peluqueada). Por física vergüenza, no me dejaba ver de la muchacha. La esquivaba en el salón de clases y les hacía creer a todos que estaba enfermo. También me las arreglaba para no hacer mandados y con eso la evitaba en la calle.  Usaba una bufanda que cubría la espantosa trasquilada, y así disimulaba mi complejo. Ella pensó entonces que ya no me gustaba, lo cual no era cierto, pero el distanciamiento fue creciendo tanto (mi pelo en cambio creció pero lento) que ni nuestra Celestina pudo recomponer la malograda primera historia de amor.

Apuesto que querrán saber cómo se llamaba ella. Su nombre era tan cósmico como el poder de un cometa a su paso: Estela. -¿Qué será de ella?, me pregunté una mañana de éstas, treinta y cinco años después, y así fue cómo nació la historia que hoy relato. Supongo que se casó y tiene hijos. En todo caso, ojalá esté siendo feliz. A lo mejor, un día de estos también ella se pregunte qué ha sido de mi vida.

FIN

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