Por: ALEXANDER VELÁSQUEZ
No malcriarás, debería ser un mandamiento obligatorio para los padres.
Aunque me separé hace catorce años, siento gratitud por el rol que ha desempeñado la mamá de mis cuatro hijos en su educación; además, con el perdón aprendimos a cultivar una amistad sana en torno al bienestar de ellos. Y en general, trato de llevarme bien con todo el mundo, como mantra para vivir tranquilo.
Con absoluta dedicación, les ha inculcado valores desde temprana edad y les ha enseñado a ser personas importantes para ellos mismos a través de algo tan sencillo como animarlos a que participen de ciertas labores de la casa, de modo que desde chiquitos aprendan a sentirse personas útiles, y no criaturas dependientes. Ella realiza esa tarea con la devoción propia de quien ama y a la vez cría con disciplina. Y la disciplina junto con el respeto, lo sabemos, nos prepara para convivir en sociedad.
Vengo de un hogar humilde donde no hubo dinero para contratar los servicios de una empleada doméstica, menos para ir a una universidad, pero puedo decir que cuando voy donde mis tías maternas, observo la pulcritud y el orden con que se vive, y eso habla de la buena educación que impartieron los padres, o sea mis abuelos.
Mi abuela Evelia fue una mujer recia, de carácter templado, a veces de un genio volado, que atemperó al hacerse cristiana, después de haber sido católica. Recuerdo que aprendí a leer y escribir a la edad de cinco años -o tal vez antes-, gracias a que ella se tomó el trabajo de enseñarme con amorosa paciencia. Empuñaba mi mano con tal fuerza –la fuerza de amor, digo ahora- que así las vocales y consonantes encontraron sentido rápidamente. ¡Cómo olvidar el llanto casi reprimido de aquel chiquillo que era yo y cómo lo agradezco hoy!
Por eso, cuando fui a la escuela por primera vez ya era un aventajado. Los profesores querían promoverme porque “sabía mucho” para mi edad. Ahora que lo pienso, si me gusta el periodismo, sobre todo el periodismo escrito, se lo debo en primer lugar a ella, que estuvo siempre ahí, pendiente de mi y de mi formación en todo el sentido de la palabra. Y claro, como policía, permanecía vigilante de que yo, el mayor de sus nietos, no agarrara malos pasos, y esa fue la misma fórmula de crianza con sus hijos, o sea mis tíos y tías, aunque a ellos les tocó la época del garrote y “la letra con sangre entra», sobre todo a los varones. En las navidades ellos suelen recordar con nostalgia aquellas anécdotas y a los más pequeños la palabra rejo les debe parecer algo prehistórico.
La abuela me corrigió a tiempo. Lo hizo, por ejemplo, en cuarto de bachillerato cuando salté la barda en el colegio y mis notas brillaban por los rojos; también me reprendió la vez que cogí unas monedas ajenas: el dinero que con tanto esmero ahorraba mi tío Jairo (QEPD) en las alcancías de pvc que él mismo fabricaba siendo fontanero.
-“Si hoy se roba una aguja, mañana es capaz de robarse un banco”, me dijo ella, y no quiero alargar el cuento narrando lo que me pasó aquel día. Esa es la buena educación.
Ahora me convenzo de que todo lo bueno que se enseñe a los niños –los juegos incluidos- no sólo moldea su carácter sino que los prepara para que nada les quede grande en la vida y sepan cómo afrontarla cuando lleguen las dificultades.
A la edad de siete años, las niñas mayores, Kimberly y Paula, que nacieron a finales del siglo pasado, ya sabían lavar su ropa interior, dos años más tarde aprendieron a preparar algunos alimentos básicos; al pasar de los diez años ya sabían cocinar un almuerzo completo con todo y sobremesa; además, tuvieron claro que “no se les va a caer un brazo” con tender la cama o lavar los tiestos donde comían.
Los niños menores, Sara Gabriela y Juan Esteban, nacidos a comienzos de este siglo, también aprendieron ciertas responsabilidades antes de ser adolescentes: ambos lavan sus uniformen y saben cocinar. Esteban, por ejemplo, prepara arroz, pasta, papás y huevos. Me ganó porque yo aprendí a preparar arroz, cuando me fui de la casa de la abuela por una pataleta y regresé a los dos meses con el rabo entre las patas, cargando la misma bolsa negra con mi ropa, cuando comprendí con gratitud que nada es mejor que el “Hotel Mama”. Fue así: a los 19 años, recién graduado de bachiller, me enfrenté a una de las lecciones más importantes de la vida: saber preparar arroz. En eso tuvo mucho que ver mi tía Silvia. Vertí más agua de la que ella me dijo por teléfono y me tocó botar el resultado de ese experimento porque encima de todo confundí cucharadita de sal con cucharada de sal. Pero aprendí: quienes han probado mi arroz dicen que hasta la pega me queda rica ja ja ja. (En la Costa lo llaman cucayo).
Más adelante perfeccioné mis dotes de cocinero durante los cuidados del post-parto cuando nació Paula, la segunda de mis hijas, siguiendo las indicaciones de su madre, mientras permanecía en eso que coloquialmente llaman “dieta”.
Yo digo lo que vi en mis abuelas Evelia Irreño e Inés Arias, y luego en mi mamá y en la mamá de mis hijos: que con amor hasta un caldo de agua y papa sabe a gloria.
De eso se trata la educación: de lo que uno haya aprendido con el ejemplo de los mayores, sin importar si hubo penurias económicas.
Traigo el tema a colación porque estoy fascinado con la edición especial de la revista Selecciones del Reader´s Digest. Para celebrar su aniversario número 80, la editorial reprodujo entera la edición número uno, que circuló en diciembre de 1940. El primer artículo se titula “Rehaga su propio yo”: el doctor Alexis Carrel habla “de los peligros que entraña para un pueblo la falta de disciplina moral”.
Les recomiendo buscar esta edición, que apenas cuesta $9.500 pesos colombianos. Hay dos cuestiones de ese extenso artículo que les comparto:
“-¿Cuándo debo empezar a educar a mi hijo?- le preguntó cierta vez a Sir William Osler una joven-
-¿Qué edad tiene el niño?- preguntó Sir William a su vez.
-Dos años.
-Pues es demasiado tarde para empezar a educarlo”.
Y esta otra:
“La costumbre de darles a los niños dinero para dulces, refrescos y helados es perjudicial. Un padre inteligente, a quien conozco, dijo a sus cuatro hijos:
-Pueden tomar todo el helado que quieran si se lo hacen ustedes mismos. Ese mismo padre les regaló un aparato de embotellar y les enseñó a hacer refrescos. Desarrollar en los muchachos la frugalidad y la confianza en sí mismos, es hacerles adquirir hábitos que les servirán admirablemente en el curso de la vida”.