Por: ALEXANDER VELÁSQUEZ
Cuando yo era chico, 14 años, me gustaba una muchacha. Casi todos los días la veía en el mismo supermercado porque, para entonces, yo era el de los mandados en mi casa. La observaba tímidamente y me sonrojaba cuando me sentía descubierto. Así pasaron muchos días, muchas semanas y muchos meses, sin que yo fuera capaz tan siquiera de decirle un “Hola”. Luego supe que vivíamos en el mismo barrio: en Casaloma. Lo supe no porque me hubiera llenado de valor para hablarle sino porque nos empezamos a cruzar en los mismos trayectos. Yo agachaba la cabeza o hacia como que miraba para otra parte. Mi timidez, en serio, era algo crónico.
0currió que un día, cuando iniciaba mi tercer año de bachillerato, al llegar ese primer día de colegio… oh sorpresa… allí estaba esa muchacha con sus rizos dorados, sus ojos verdes y su carita de muñeca con sus dos mejillas que parecían manzanas. No lo podía creer: estudiábamos en el mismo colegio. Más increíble aún: a la hora de la formación, para distribuir a los alumnos por salones, descubrí que también ella entraba a octavo. Y como si los astros se hubieran alineado a mi favor, nos correspondió el mismo salón en aquel que era, creo yo, el único colegio de Bogotá que tenía balcones.
Como olvidar ese año de 1985 si los carteles de la droga vivían su esplendor criminal, mataron al ministro Rodrigo Lara Bonilla –que así bautizarían luego a mi colegio-, Armero quedó sepultado bajo la furia de un volcán y en el Palacio de Justicia se desató el infierno.
Nunca me le declaré a esa muchacha bonita. Nunca le dije que me gustaba ni que me moría de ganas por descubrir a qué sabían sus labios.
Otro día me di cuenta que a ella le gustaba un muchacho del barrio que era mayor que yo y además tenía motocicleta. Era el picado del barrio y se las daba de don Juan, aparte de que se llamaba así. Chicaneaba y parecía rodeado de un aura especial: ese “tumbalocas” era el chico popular. Yo no era ni lo uno ni lo otro.
Pensaba que jamás podría competir por el amor de una chica contra un tipo motorizado El llevaba las de ganar. Me sentía mal por esto y hasta llegué a pensar que tener cosas de valor era importante para conquistar a alguien. Yo ni bicicleta tenía.
Luego pasó que le conté a una de mis tías más queridas lo que me estaba sucediendo. Dejé al descubierto mis celos de adolescente y también la rabia por mi falta de iniciativa para la conquista.
La tía Mireya me dijo muy convencida:
-Tranquilo, no sé preocupe: él tiene moto pero usted tiene ojos verdes.
En ese preciso instante mi autoestima se elevó por los aires, atravesó todos los universos posibles y me sentí la persona más completa. Fue de las frases más poderosas que escuché antes de cumplir los veinte. Me sentía invencible como el Capitán Centella, mi superhéroe de infancia, con su capa y su motocicleta. Ahora comprendo el enorme valor de las palabras dichas con la sabiduría del amor.
Desde ese día dejé de sentirme menos pero también aprendí a no sentirme más que nadie. Treinta y seis años después es probable que la moto de mi rival ya no exista; en cambio mis ojos verdes me siguen a todas partes.
Próxima semana: Segunda parte: ¿Qué pasó con la muchacha de los ojos verdes?
Me encantó que lindo que se acuerde interesante me gustó mucho Dios me lo bendiga y esperaré la segunda parte muchas gracias