Por ALEXANDER VELÁSQUEZ
Cuando me pongo nostálgico es el niño interior saltando de felicidad.
Aquellos diciembres fueron únicos a pesar de las estrecheces económicas. Esas Navidades se dividen en dos: antes y después de Casaloma. En el antes aún no cumplía los diez años. Cada 8 de diciembre los abuelos nos despertaban con una copa de vino Sansón y galletas que venían en unos tarros metálicos muy bonitos, y pintados con motivos navideños, que la abuela usaba después como costurero. Tal costumbre indicaba que el Niño Dios llegaría pronto, al igual que los villancicos y los buñuelos. No recuerdo si vestíamos arbolito o pesebre pero sí que se colocaban luces en las ventanas.
Los juguetes más comunes eran los carritos de plástico, las volquetas con carrocerías que se llenaban de toda clase de chucherías, los carros de bomberos y las ambulancias de pilas con sirenas que sonaban hasta cuando las pilas se desgastaban; siendo sincero, no duraban. En el mejor de los casos, el regalo era una pista de carros con control remoto que causaba sensación. El tipo de obsequio que recibían los niños de “mejor familia”. Nosotros no, porque la plata no alcanzaba para tanto.
Por lo general, nuestros obsequios consistían en ropa: medias y calzoncillos. No había chimenea, así que Papa Noel no tenía por donde entrar. Nuestros regalos aparecían debajo de la almohada. Y luego sabíamos que provenían, no del Polo Norte, sino de almacenes Ley o el Tía, incluso de San Victorino, un sector populoso de la ciudad que data de la época colonial, y que funciona como una especie de mercado persa, en cuyos toldos era posible –y todavía lo es- encontrar casi cualquier cosa a precios imbatibles.
El recuerdo de aquellos diciembres está asociado a una canción pegajosa que sonaba hasta en la sopa, como presagio de los maravillosos años 80s que comenzaban: Funkytown. El tema, de la banda estadounidense Lipps Inc., se estrenó el 18 de febrero de 1980.
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De aquellos diciembres recuerdo también a un señor llamado Silvio, hermano de mi padrastro Manolo, que quería adoptarme. Le había hecho tal solicitud a mi abuela con la promesa de que me cuidaría, vestiría y educaría como a un hijo más, a cambio de que ella me entregara con todo y papeles.
-Tendría que estar loca para hacer algo así, creo que fue lo que respondió ella.
Silvio era –y lo sigue siendo, creo- un señor acomodado que vivió en Venezuela en la época en que aquel país les brindó oportunidades a los colombianos; después se radicó definitivamente en los United States con su esposa e hijos.
Así que se “frustró” el traspaso de la criatura que era yo a los seis o siete años y crecí preguntándome quién sería ahora si mi abuela hubiera accedido a tales pretensiones, aclarando, eso sí, que siento una gratitud impagable por mi familia materna.
Me veo atravesando un zaguán para llegar a la calle. Llevo un carro de colores amarrado a una cuerda. El regalo de aquel personaje me recordó de adulto que para un niño la Navidad no existe si no hay juguetes. Cuando un papá o una mamá comprenden eso, necesariamente se esforzarán por transferir tal alegría a los hijos, porque al fin de cuentas la infancia es tan efímera como la vida misma.
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La segunda parte de mis Navidades ocurrió cuando fuimos a vivir a Casaloma. Con mucho esfuerzo y la ayuda de sus hijos –mis tíos y tías-, los abuelos compraron un pedazo de tierra de ocho por ocho metros para construir su primera casa-lote, después de años de vivir en inquilinatos: de los Llanos orientales emigraron a la capital en busca de mejores horizontes. Salieron con siete hijos, entre ellos mi mamá: en el camino nacieron tres más y en Bogotá la menor de los once.
Viéndolo en retrospectiva, la montaña toda era un pesebre: nuestra casa de tablas, tejas de zinc y piso de mineral podría haber sido aquel establo donde nació el Niño Dios. Había casitas todavía más humildes protegidas con cartón, plástico y una especie de tela negra llamada paroy. Tuvimos un perro dorado que se llamaba Querubín.
Llegamos a la loma a finales de 1981. Ese año vive en mi memoria por dos motivos: porque a principios de diciembre llegó un camión cargado de regalos –carros y muñecas de plástico- para todos los niños del barrio y porque mientras hacíamos una fila india para recibir nuestro obsequios en la radio sonaba una canción que prendía las fiestas de barrio: Very Very Well. Con el tiempo descubrí que aquel tema abrió el camino del rock and roll colombiano, según cuentan los que saben. Lo cantaba Carlos Román y su Conjunto Vallenato, fue compuesto por Ramoncito, hermano del cantante, y grabado en 1958 en Discos Fuentes.
Nuestra casa se ubicaba más arriba de la parte media de la montaña. Le asignaron el número 6 de la zona F. Fue construida durante muchos domingos cuando el plan familiar consistía en ir a echar pica, pala y azadón.
Al principio no había agua ni luz, así que nos alumbrábamos con velas, traíamos el agua de una Motobomba: en lugar de gas, se usaba el cocinol. Uno de niño no entendía que eso significaba ser pobre. Éramos niños y punto. Los adultos lidiaban con la realidad de la vida, y gracias a ellos nunca nos acostamos con el estómago vacío. Siempre se comía, así fuera agua de panela con pan. Literal. Con el tiempo, hubo nomenclatura, escrituras y servicios públicos.
Éramos felices en medio de aquel barrizal; allá viví hasta mis 20 años y tuve mis primeros amigos: Jorge, Jhon, Alex, Omar, Jimmy y Francisco; muchos de ellos –me enteraría tiempo después- terminaron sus vidas de manera trágica, pero los llevo en mi corazón porque fueron compañeros de niñez, adolescencia, y juventud. Y amigos entrañables de aquellos diciembres.
Las Navidades en Casaloma fueron de muchas maneras surrealistas. Con plásticos de colores se hacían festones que adornaban las calles. El árbol era un chamizo (ramas de árboles sin hojas) que traíamos de la parte trasera de la montaña y forrábamos con algodón blanco antes de poner las bolitas y las luces. Nos gustaba la pólvora, en especial los totes, los pitos y los volcanes. No recuerdo ninguna desgracia asociada a la quema de pólvora, pero sí que una vez el vestido de la tía Darley se alcanzó a prender… sin consecuencias mayores, menos mal. Cuando no había dinero para las luces de bengala, hacíamos girar una esponja de Bombril atada a una cuerda: echaba chispas después de arrimarla a la candela. Debo confesar que aquello fue una práctica más bien temeraria.
Desde la primera vez que vi La Vendedora de Rosas, la película de Víctor Gaviria, pensé que ciertos episodios de esa historia perfectamente hubieran podido suceder en nuestra loma, incluyendo los tropeles y los muertos, porque también los hubo por cuenta de las primeras pandillas. Mi amigo Omar se perdió en las drogas.
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En una Navidad deseé un balón y todo lo que recibí fue un par de medias. Aquello terminó en una pataleta y la persona que me las regaló –Ana, la esposa del tío Jairo- me advirtió que nunca más me regalaría nada por desagradecido, y así ha sido hasta el sol de hoy. A veces en las reuniones de la familia solemos recordar este tipo de anécdotas, incluida una confesión: todavía hoy detesto que me regalen ropa.
¿Comprenden porqué crecí pensando que para un niño son los juguetes los que dan sentido a la Navidad? Cuando me convertí en padre, me esforcé porque a los míos no les faltara un juguete –por sencillo que fuera-, además de la ropa, porque la felicidad era incompleta si no se estrenaba doble pinta, el 24 y el 31, así como para los adultos la dicha consistía en emborracharse, comer lechona y andar de fiesta en fiesta. Los vecinos iban de casa en casa repartiendo viandas y vino, cuando todavía no se había inventado la tacañería.
De adultos, solíamos recibir el Año Nuevo bañándonos en harina la madrugada del primero de enero y así fue por nueve o diez años, luego de toda una noche de “azotar baldosa”, pero la costumbre desapareció a raíz de que Juancho, el hijo de una vecina, comadre de mis abuelos, perdió la visión por un ojo.
Aquellos diciembres sabían a ajiaco, tamales, masato y lechona. Jugamos aguinaldos: dar y no recibir, hablar y no contestar, pajita en boca o tres pies eran de los favoritos.
Con el tío Jairo escuchábamos los vallenatos de Alfredo Gutiérrez mientras tomábamos cerveza; ya era mayor de edad. Diez minutos antes de la medianoche se ponía una emisora en AM donde un locutor llamado Héctor León Hernández Duarte, al que le decían “El Rompeparlantes” por su potente voz, anunciaba que faltaban cinco para las doce, así en Navidad, así en Año Nuevo.
Aquel hombre, toda una leyenda en Radio Súper y Mundial, con un estilo muy particular e inolvidable para los de mi generación, aún vive y tiene emisora propia en internet: «La Rompe Estéreo» se llama. En este enlace pueden escucharla: https://onlineradiobox.com/co/larompestereo/?cs=co.larompestereo
También se le conoció como “El locutor loco”, en alusión a una canción de Los Golden Boys que era tema obligatorio en las rumbas de fin de año. Además, sonaba con fuerza la música de Lisandro Meza y los hijos de la Niña Luz.
Dedico este Cuento de Navidad a los tres abuelos que ya se fueron -Evelia, Inés y Alfredo-, a mi abuelo Jorge Castelblanco que aún vive –en abril cumplió 96 años- y a mis padres Miriam y Manuel. A todos ellos les debo la vida y la felicidad de tantas navidades vividas; su legado continúa a través de mis hijos, Kim, Paula, Sara y Esteban, y Melanie, mi primera nieta.
Miro hacia atrás, con nostalgia, y sólo me queda por decir lo mucho que extraño aquellos diciembres que nunca volverán, como la famosa canción de 1963 que inmortalizó el grupo colombiano Los Falcons.