La protagonista del penúltimo relato de la serie es un ser maravilloso y lleno de grandes lecciones que duran para toda la vida.
Autor: ALEXANDER VELÁSQUEZ
Foto: Archivo familiar
He vivido dos mil seiscientas semanas. Se me hace muy poquito. De cariño me dicen Lucas, pero no San Lucas el de los evangelios ni el de “estamos locos Lucas”. Provengo de una familia pobre pero honrada. Criados a punta de agua de panela, sermón y chancleta cuando uno se portaba mal.
Nos repartían la ropa de segunda mano que le regalaban a nuestra abuela las familias acomodadas donde trabajaba cuidando niños y lavando chiros ajenos. Al principio nuestra casa era de madera y latas de zinc, y luego los tíos la construyeron con ladrillos. Me gustaba la lluvia golpeando sobre las latas, porque uno se dormía más rápido con la música de Dios sobre el tejado.
Teníamos dos perritos: Lassie y Querubín. Vivíamos en la parte alta de una montaña al sur de Bogotá. Y allí también vivía La Señora No, la protagonista de este relato.
La Señora No era la que llevaba los pantalones en su casa. Su esposo obedecía tanto como los hijos, o de lo contrario todos se atenían a las consecuencias, llueva, truene o relampaguee.
El señor era un alma de Dios. Si alguno de los hijos quería ir a una fiesta, él no se oponía pero les decía:
-Lo que diga su mamá.
Y la mamá siempre tenía un no rotundo para todo o para casi todo. “No me sale, no me va, no me entra, no me sube, no me baja, cuidadito con rezongar…”, que así era ella.
Tuvieron treinta y dos nietos en once hijos: Miriam, Víctor, Oliverio, Jairo, Silvia, Mireya, Nora, Hernando, Darley, Martha y Libia más dos que murieron, reemplazados en sus nombres por Jairo y Silvia. Los dos que más canas le sacaron fueron la mayor –muy bonita para qué, casi la iguala en número de hijos- y el tercero: un moreno ojizarco, pelietas y gallinazo. En las navidades los hermanos se desternillan de risa reviviendo reprimendas y diabluras.
-Porque demorita hay pero rebajita no, que ese era el lema de La Señora No.
Hasta los yernos conocían su genio atravesado. Si hubiera vivido en tiempos del coronavirus, el bicho lo habría pensado dos veces para meterse con ella.
Cuando sus hijas resultaban con pretendientes, ella los espantaba con un método único.
-Doña, vengo a pedir la mano de su hija, dijo el bueno de Juanca.
-¿Cuál de todas?, preguntó ella.
-La más bonita, dijo el bueno de Juanca.
-Todas son bonitas, aunque usted se debe referir a la más vanidosa. Espere aquí, respondió ella, con tal amabilidad.
Pie de foto: Nora, la tía vanidosa; Lucas y Darley
Cuando regresó, asomada por el árbol de saúco que ella misma había plantado junto a una planta de ortiga, traía un baldado de orines que había guardado con jubilosa paciencia para la ocasión. Santo remedio: paticas para qué son buenas, ningún novio enamorado volvió a asomar sus narices por la casa de La Señora No. Hasta el sol de hoy nadie sabe si aquella amenaza contenía orines o no.
La mujer, tan pispa en sus veinte como ahora en sus cincuenta, se enamoró en el centro de la capital de un señor de vestido verde y él quedó flechado de sus almojábanas y pandeyucas. Me acuerdo del día que estrenó la ropa de Menudo, el mismo año en que ese grupo puertorriqueño vino a Bogotá a la Caminata de la Solidaridad.
La Señora No sí que tenía razón: era la creída de la casa. Podía durar hora diaria sentada frente al tocador escuchando los vallenatos de Otto Serge y Rafael Ricardo.
De las demás muchachas hay tela para cortar pero eso será en otro relato.
De La Señora No se dice que amaba las plantas, les hablaba mientras las regaba, que convirtió en tradición las arepas con queso y chocolate los domingos y que tenía una máquina de coser y cocía muy bonito pero con el tiempo sus ojos se volvieron perezosos; tampoco pudo leer más la Biblia sino que se la leían. Así fue como ella se ganó el cielo. Su esposo también, pero antes de ser un alma de Dios fue un borrachito feliz.
-Ábreme la puerta mi negra, cantaba todo mojado bajo la lluvia.
Varias veces La Señora No le trancó la puerta y le dio en la cabeza con cucharones de madera y molinillos por llegar “hebreo” a montarla de alegría, mientras sus hijos menores y el nieto mayor lo chalequeaban para comprar galguerías.
-“No importa que nazca ñato, con tal que respire”, decía él en sus enlagunadas y ella… tenga para que se entretenga.
Cuando era joven, La Señora No también bailaba, se ponía contenta en las tiendas y le gustaba la música del grupo Miramar, pero como se volvió cristiana hasta dejó de apostar en el juego del chance, porque –decía- “esas son cosas del demonio”. Su número favorito era el cinco veinte (520).
Un sábado a La Señora No se le estalló la olla exprés y por toda la casa volaron frijoles con plátano verde en trocitos y pata de res, pero a ella nada le pasó, bendito sea Dios, porque a esa hora había ido a los cuartos para despertar a sus hijos, pues detestaba a la gente perezosa y “dormida”.
Educó con el buen ejemplo y sus dichos eran lecciones para toda la vida. Se refería a las injusticias como la ley del embudo, prefería atajar en lugar de arriar y odiaba la compinchería.
-Gente melosa, gente amargosa, solía decir.
Tan efectivos fueron sus métodos de crianza que ninguno de sus hijos se torció en esta vida, y muy seguramente tampoco se torcerán en la otra, ese lugar donde todas las familias amorosas se vuelven a juntar.
Ahora que lo pienso, La Señora No siempre fue para mí La Señora Sí por su amor incondicional. Ella y su esposo fueron mis abuelos. Se llamaban Evelia y Alfredo. Ella hizo tanto por mí como si yo hubiera salido de su propio vientre. Quisiera que estuvieran vivos y no en este cuento que cuento.
FIN