Los 40 años de la loma donde crecí

Los 40 años de la loma donde crecí

Todos los hombres son aptos para perpetuar la especie; la naturaleza forma y escoge aquellos que son dignos de perpetuar la idea: José María Vargas Vila.

Por: ALEXANDER VELÁSQUEZ

Una vez el geógrafo francés Franz Schrader dijo lo siguiente: “Cuando la montaña os llega al corazón, todo viene de ella y os lleva a ella”.

Hubo una época en que me avergonzaba decir que yo era de un barrio obrero del sur de la ciudad. Gente proletaria que vivíamos, literalmente, entre el barro, digámoslo ya sin pena. De cariño le digo “Casaloma”, que así llamaban a la mansión de Los Cuervos, una telenovela colombiana de la época con sobrado rating. El mismo nombre se lo pusieron después a una tiendecita.

Crecimos en medio de la pobreza extrema en la parte alta de aquella montaña de Ciudad Bolívar, identificados con las ideas de izquierda. Por el tiempo en que vivimos allí, mataron a dos de sus candidatos presidenciales: Jaime Pardo Leal (1987) y Bernardo Jaramillo Ossa (1990). Nuestro barrio se fundó el mismo año de la boda real entre los príncipes de Gales (Lady Di y Carlos), el atentado al Papa Juan Pablo II y la aparición del Sida: 1981. Perdí amigos de la loma por culpa de esa enfermedad, pues faltaban años para el descubrimientos de tratamientos efectivos y a precios accesibles para prolongar la vida.

Varias veces la policía y el ejército amenazaron con desalojarnos. Armados nada más que con palos, tapas de ollas, pitos y linternas, los adultos se turnaban en las noches para impedir la arremetida de la fuerza pública y de los ladrones. Durante un tiempo largo se establecieron cuatro turnos y casetas de vigilancia donde reinaba la hermandad entre vecinos, ataviados con ruanas y jarras llenas de tinto para espantar el frío: De 6:00 a 9:00 p.m., de 9:00 a 12:00 p.m., 12:00 a 3:00 a.m. y de 3:00 a 6:00 a.m. Aun así, hubo ranchos quemados por la policía.

Con tantas necesidades,  la bendición mayor era saber que te acostabas  con agua de panela y pan pero nunca con el estómago vacío. Los grandes hacían maromas trabajando en lo que fuera pero con honradez para proveernos lo básico. Lo básico eran los tres golpes diarios, con sopa a la hora del almuerzo y seco a la hora de la comida. Lo que llaman a.c.p.m.: arroz, carne, papas y maduro frito pero sin carne, porque a decir verdad la carne y los huevos eran rarezas.

“Aquí se come de lo que hay” era el lema de la abuela. Ansiábamos la llegada de los domingos cuando impajaritablemente ella preparaba las onces con chocolate y arepas de Promasa con queso a las 4:00 de la tarde. ¡Las abuelas nunca deberían morirse, ya lo dije!

No existían los lujos ni la ropa de marca (muchas veces usamos prendas de segunda mano y también de segunda los textos escolares); quizás por eso la mayoría nos levantamos siendo personas humildes aunque también (hay que decirlo) algunas criaturas crecieron cargando el peso de los resentimientos o la maldad sobre sus espaldas por la falta de oportunidades, sobreviviendo en medio de una sociedad indiferente y gobiernos Indolentes.  Familias disfuncionales que llaman ahora. Eso explica, por ejemplo, el destino de dos hermanos que quedaron huérfanos de madre cuando ella murió de cáncer y luego huérfanos de padre cuando el tipo los abandonó por ir detrás de otra mujer. Sin Dios y sin ley, pero con hambre y desamor, se volvieron asesinos a sueldo. A uno de ellos lo mataron en su ley y el otro se regeneró.

Permítanme hacer un paréntesis.   Me pregunto cuántas historias parecidas se incuban en este momento en la segunda nación  más desigual del mundo. Sí, estoy hablando de Colombia, el país donde nos hacemos de la vista gorda ante el sufrimiento ajeno. ¡Cuánta empatía hace falta en nuestros corazones!

Muchas vidas terminaron de manera trágica en la loma y mucho dolor hubo de puertas para adentro. Asesinatos por ajustes de cuentas entre pandillas, los esposos acribillados debajo de su cama, mujeres que no encontraron otro camino distinto a la prostitución para alimentar a sus hijos, el padre que repudió a uno de mis amigos por ser homosexual y cuando pudo volver a la casa tras los ruegos de la esposa, estaba muy enfermo y murió al poco tiempo; el abuelo de una amiga al que desaparecieron en la década de los 80 cuando empezó la persecución contra los militantes de la Unión Patriótica, (después de tres largas décadas la familia sigue buscando sus restos para hacer un cierre); la amiga a quien  los militares querían llevarse a la fuerza acusándola de guerrillera por el solo hecho de tener puesta una camiseta de la juventud comunista, (si la comunidad no interviene sería una desaparecida más después de padecer torturas); el asesinato del presidente de la junta de acción comunal, la mujer a la que su hermano desmembró y enterró en el mismo lote del que se quería adueñar hasta cuando el olor a cadaverina delató el homicidio,  la “mascota” de Los Bambinos, el equipo de fútbol del barrio a quien mataron de no sé cuántas puñaladas para cobrarle los muertos que tenía encima, le decían Fosforito; la joven de la cuadra que vieron por última vez en la Calle del Cartucho, el hermano que se salvó de morir a machete por defender a un amigo, llegó al hospital envuelto en cobijas gracias a la ayuda de una buena mujer que lo mantuvo escondido en su casa; las riñas por borracheras y las peleas públicas por infidelidades entre vecinos, las esposas abusadas y luego ultrajadas por maridos alcohólicos, los amigos  sumidos en la drogadicción, madres solteras con hijos de papás diferentes…

En fin. El cuadro sórdido que refleja una realidad muy latinoamericana. La historia de la loma y de todas las lomas de Ciudad Bolívar es la misma  que retratan en películas como Rodrigo D No Futuro y La vendedora de Rosas.  Vivíamos en la parte media-alta de la montaña y por eso fuimos ajenos a tantos episodios horrorosos que ocurrieron en la parte media-baja, que conecta con lo que hoy son las Avenidas Villavicencio y Boyacá.

No todo parece una película de terror. Abundan las historias amables de quienes lograron torcer un mal destino y salir adelante por un golpe de suerte o por la razón que sea.   Siempre he querido saber qué hace que ciertas personas surjan  y otras no; a veces es más fácil decir que cada quien viene a este mundo con un guión preestablecido, pues justificamos en el karma la incapacidad de los gobernantes para atender a quienes están ahorcados con los cordones de la miseria.

No es lo mismo quien se va de su tierra por gusto para echar raíces en otra parte que quien se ve forzado a huir de su terruño con sus chécheres y la dignidad envuelta en cajas de cartón y bolsas negras para que los suyos no se mueran de hambre. Mis abuelos maternos salieron de los Llanos orientales buscando mejores horizontes. Cuentan que mi abuelita tuvo una infancia muy dura en La Sierra, el pueblito de Cundinamarca donde nació, y muy joven huyó de su casa y de los malos tratos de su papá  hacia  un municipio cercano a Villavicencio, donde  conoció a su esposo. En Restrepo echaron raíces antes de coger camino para Bogotá, donde fueron sastre y modista la mayor parte de sus vidas. Cuando me preguntan qué extraño de la loma, ellos están de primeros en la lista.

No albergo resentimientos por mi origen, a pesar de que con 20 años viví en Rosales, para ese momento el sector más exclusivo de Bogotá. Alquilé un cuarto en un penthouse a mitad de precio, gracias a la recomendación de una jefa maravillosa, la misma persona que creyó en mis capacidades y me abrió las puertas del periodismo; gracias a ella tuve mi primer trabajo remunerado. Lo que soy profesionalmente se lo debo a Clara Helena Cano. Y también a doña María Antonieta de Cano, la directora de Espectadores 2000, el proyecto de periodismo juvenil de El Espectador, que conocí gracias a la tía Mireya; ella me llevaba los ejemplares que circulaban con el periódico los miércoles. ¡Me siento en deuda con tantas personas y mi gratitud es infinita!

Aunque pagaba apenas la mitad de la renta, para mi bolsillo resultaba un lujo imposible de sostener, por lo que debí regresar a la casa a pedir perdón por la pataleta típica del que quiere independizarse sin saber lo difícil que resultaría estar lejos del “hotel Mama”. Lloré muchas veces en la soledad de aquella habitación mientras leía “Entrevista con la historia”, el libro de Oriana Fallaci, préstamo de mi amiga Juanita Uribe que nunca devolví. El televisor sí.

Esta experiencia me dio la oportunidad de conocer los dos mundos: el de la opulencia –los que tienen todo, o casi todo, donde hay personas maravillosas de corazón generoso- y el de las estrecheces, el mundo de los que nacieron con una mano adelante y otra atrás. Temía ser rechazado por mis raíces.  Poco a poco, acepté la realidad de mi origen, lo que no significa que por nacer pobre se deban arrinconar los sueños.  Yo quería ser periodista, y salí de la loma amando el periodismo, queriendo ser reportero y escritor como Gabriel García Márquez porque francamente no sé hacer nada más.  A los 15 años conocí a Gabo en una visita a El Espectador –todavía vivía en la loma- y todo lo que lamento es no haber tenido un libro suyo para que me lo firmara.

De la montaña, aunque parezca increíble, también salieron médicos, enfermeras, políticos, psicólogas, contadores públicos, ingenieros de sistemas, administradores de empresas, empresarios  y hasta pastores de almas. Con el tiempo, muchos habitantes encontraron empleos dignos en el hospital de Meissen y otros  se radicaron en el exterior.

 Los orígenes

Aquella loma fue bautizada con el nombre de un importante escritor bogotano que murió en Barcelona: José María Vargas Vila, autor de varias novelas, excomulgado por el Vaticano, acusado de ateísmo  y de ser enemigo de la  Iglesia.

Allí  levantaron su casita los abuelos con ayuda de mis tíos, después de muchos fines de semana de echar pica, pala y azadón. Pagaron 15 mil pesos de la época por ese lote de ocho metros de frente por ocho metros de fondo.  ¡Se endeudaron porque hace 40 años quince mil pesos era un dineral! La casa se construyó con tablas de madera, tejas de zinc y suelo de cemento rojo (piso de mineral). Nos mudamos un domingo, el 6 de diciembre de 1981: yo tenía 10 años.  Las familias fundadoras llegaron a comienzos de ese año.

Al principio no hubo nomenclatura catastral. Las calles se identificaban por medio de números y letras de la A a la F: Nuestra casa era la número 6 de la zona E. A la entrada la abuela sembró un árbol de saúco y una planta de ortiga. Amaba sus matas y no permitía que nadie se metiera con ellas. La casa era un jardín con plantas por todas partes, incluida la de sábila para la buena suerte y una que era mi favorita: la mata del centavo. Recordé una tienda muy nombrada:  El centavo menos.

Sin servicios públicos, nos alumbrábamos con velas. Aquello parecía en verdad un pesebre desde donde se podía ver toda la ciudad, igual que hoy. Había un baño público para todos con filas inmensas para ducharse y hacer las necesidades.  Mi abuelito era de las pocas personas que le decían váter al baño y se me quedó grabada la palabra. En mi familia era muy común el uso de la expresión “plaga” para referirse a gente que no caía bien.  Creo que hablar mal de los demás es un pecado de la sociedad en general, de ricos y pobres, digo.

Eternas eran también las filas para comprar el cocinol porque todavía no existía el gas natural. Después hubo luz de contrabando. El agua se traía en galones o canecas desde  los tanques, adónde tocaba ir a bañarse en calzoncillos  y lavar la ropa en los terribles fríos capitalinos de las seis de la mañana. ¡Hagan de cuenta como vivir en una vereda dentro de Bogotá!  Infinitas veces las canecas  sin tapa se nos cayeron por el barrizal y tocaba devolverse a las largas filas para llenarlas otra vez. Con el tiempo, un vecino compró un burro para ponerlo a  transportar agua y mercados.

Las mamás y las hermanas mayores lavaban de rodillas sobre un canal de cemento por el cual discurría el agua que soltaban desde una motobomba por un tiempo equis. Llegaban a las 3:00 de la mañana para coger el primer turno que correspondía al agua limpia. Lavaban máximo diez o doce  personas por vez, por lo cual todas debían mojar la ropa al mismo tiempo, luego enjabonar, enseguida refregar y al final re-enjuagar, con la perfecta sincronía de una orquesta, hasta que el tanque dejaba de llorar agua, que así lo recuerda una amiga que hoy vive en algún lugar de Europa.

La nuestra era una casa humilde, pero había verdaderos tugurios con pisos de tierra y cubiertas por papel paroi de color negro, a través del cual se filtraba el agua;   muchas veces las ratas infestaron  las viviendas. A un niño una de ellas se le comió la nariz y otras veces los ranchos ardieron por descuido con las veladoras. La pobreza llegaba a tales extremos que se hacían colectas públicas para poder enterrar a los muertos.

Los días de lluvia tocaba ponerse bolsas para proteger los zapatos del barro. Usábamos botas machitas. Literalmente, uno quedaba enterrado con los tremendos aguaceros que caen sobre Bogotá.

Dormir con el ruido de la lluvia sobre el agua era aterrador pero nos acostumbramos. Una piedrecilla sobre el techo de latas era la clave secreta para vernos con mis amigos Jorge y Alex. Sus padres eran liberales de racamandaca:  en época de elecciones presidenciales vivían de pegar afiches en postes y paredes. Los recuerdo arengando a favor de Alfonso López .Michelsen y los demás decían que tocaba votar por el profesor  Gerardo Molina, el candidato apoyado por el  Partido Comunista. Hablando de política, a los 15 años fui activista: en 1986 hicimos campaña en  favor de Jaime Pardo Leal. Quedó de tercero con 328 mil votos: ese año ganó la presidencia Virgilio Barco;  al siguiente asesinaron a Pardo Leal.

Píe de foto: Teatro Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá: 56 años del PCC. Julio 17 de 1986.

En 2022 la JEP (la Jurisdicción Especial para la Paz creada tras los acuerdos con las Farc para poner final al conflicto armado), hizo público el inventario del horror tras confrontar registros y cruzar bases de datos: 5.733 miembros de Unión Patriótica fueron asesinados o desaparecidos entre 1984 y 2018.  Un amigo de la familia se salvó al encontrar refugio seguro en Cuba.

En YouTube hay un documental titulado “El baile rojo: memoria de los silenciados”, que habla de ese genocidio.

Fui el orgulloso director de los dos periódicos del barrio: La Carreta y El Populacho. Los escribía,  los imprimía y  los vendía. En la montaña nació mi amor por el periodismo. 1985: tenía  14 años. Cómo olvidar la vez en que con otros niños entrevistamos a Pardo Leal. Daría cualquier cosa porque ese casete apareciera, lo mismo que los ejemplares del periódico que fundé.

Estudiamos en colegios distritales. El uniforme de las niñas era una jardinera de cuadros y el de  los niños jean azul, camisa blanca y suéter azul; en una época encima de todo nos hicieron poner unos delantales amarillos para diferenciarnos de yo no sé quiénes. Atravesaba varios barrios para llegar al colegio porque me gastaba lo de las onces y lo del bus jugando maquinitas. Por eso será que adoro caminar ahora de viejo. ¿Ruta escolar? Tales lujos eran improbables para nosotros.

Sobre la avenida había una cuentería, la tienda  donde iba a leer cuentos mi tío Jairo (q.e.p.d). Con sus gafas fondo de botella, el dependiente  era igualito a Woody Allen.  En esa época estaban de moda las tiras cómicas de Memín, Kaliman, Superman y Archie. El tío Jairo era una gran persona, a veces muy divertido –salvo cuando le daba por pellizcarnos- y tengo vivida su imagen frente al espejo espichando sus espinillas cada mañana antes de irse a trabajar, embutidos en buses y busetas, muchas veces destartalados, dos horas de ida y dos horas de regreso todos los santísimos días, como si la gente pobre no tuviera derecho a una vida más digna. Los mayores se emplearon en la construcción y la plomería, en fábricas o en el servicio doméstico. Una tía trabajó en la casa de la mejor amiga de Pacheco, el presentador de televisión, y allá aprendió  a preparar comidas especiales.

Miss Vargas Vila

Se hacían reinados de belleza con las niñas más bonitas. Ganaba la candidata que más plata reuniera y a la soberana le entregaban cetro y corona de cartón en un gran bazar en la Casa Cultural, que mucho tiempo después se convirtió en el salón comunal, hoy cayéndose a pedazos.

En el reinado de una tía  invitamos al doble de Roberta Close, un travesti que fue considerada la mujer más bella de Brasil en los años 80. La historia llegó a Colombia a través del diario El Espacio, el periódico de la crónica roja. Chepe, el hijo de la presidenta del barrio, se disfrazaba de aquel personaje y era la sensación dondequiera que asomaba.  ¡Hicimos carteles para anunciar el debut de Roberta Close con bombos y platillos! Tocaba pagar para verla, y vendíamos empanadas y gaseosas mientras la gente bailaba y se divertía. Así, de centavo en centavo, de peso en peso, monedas y billetes, se llenaba la alcancía de la futura Señorita Vargas Vila.

Los bazares eran fiestas populares para recoger fondos y hacer obras. Eran famosos los concursos de baile y  las recreaciones  teatrales de canciones como Échale cinco al piano y La pareja ideal. Los RR eran una familia de payasos (papá, mamá y sus dos hijos) muy queridos por todos, sus nombres empezaban por erre: Rubiela y Rodolfo.

Aquellos diciembres que nunca volverán

En la primera Navidad llegó un camión lleno de juguetes. Los diciembres fueron inolvidables con los vecinos repartiendo vino, galletas, natilla y abrazos. No como hoy. ¡En mala hora se nos murió la generosidad!

Nos embadurnamos con harina de trigo o maicena cada primero de enero para celebrar la llegada del año nuevo, después de toda una noche de baile al son de merengue, música chucu-chucu, trencito y baile con la escoba. Se preparaba masato suficiente en canecas de pintura para extender las parrandas hasta el otro día. Las Coca Colas bailables eran fiestas zanahorias donde uno, con mayoría de edad, podía tomar Cuba Libre: ron con Coca Cola más limón y hielo pero los cubitos nos los quedaban debiendo. Fue la época de la música electrónica, el dance y el house

Quería aprender a bailar para poder enamorarme y estar en las fiestas. Aprendí tardecito ensayando frente al espejo cuando tenía 18 años, con las clases de baile de la tía Darley, una adelantada en esas lides.

La primera muchacha del barrio que me gustó tenía  rizos rubios y ojos verdes. Su amiga Ana fue nuestra Celestina. El idilio terminó  tres semanas después porque el  papá nos encontró besándonos y luego supimos que la del chisme fue la abuelita de un amigo al que le decían “Acabachiros”. Moría por aquella muchacha, que vivía muy cerca de mis amigas las Serrato: Marina, Elsa e Isabel.

Hay mucho por decir sobre los amores de la montaña, por ahora deje así.

Los amigos se llevan en el alma

Los pioneros éramos un grupo de niños a los que nos gustaba acampar. Como los boys-scouts pero distintos, sin los uniformes pomposos de aquellos. Adorábamos ir a Quiba, una vereda y a la vez santuario de flora y fauna ubicado en la misma localidad de Ciudad Bolívar

Asistimos a la escuelita dominical, donde fui escogido en Semana Santa como actor para representar a Jesús entrando triunfal a Jerusalén. Dos niños hacían de burro cubiertos con una sábana blanca y yo montado sobre ellos mientras los demás agitaban sus ramos.

¿Saben? ¡En una época estudié teatro en el colegio dizque para superar la timidez! Para no ponerme colorado por todo, pero la herencia se lleva en los genes, ¡ni modo!

-¡Que no me caso, madre! Os he dicho mil veces que no me caso! Eso era todo lo que debía decir en una de las obras con acento español. Los profesores eran actores del grupo Teatrova.

Gracias a la iglesia cristiana, muchos niños tuvimos padrinos extranjeros que ayudaron a familias del tercer mundo: el Plan Padrino. Los míos eran de Canadá, los conocí por medio de fotografías de papel, que luego se perdieron, como los billetes de dólar que me robaron en tercero de bachillerato cuando los llevé al colegio para presumir en una exposición de geografía.

La escuelita dominical quedaba en el vecino sector de La Paz donde hubo un personaje que se hacía pasar por cura y resultó ser estafador. De ese barrio, según especulaciones, salió el hombre que le disparó a  Luis Carlos Galán; el candidato presidencial fue asesinado el mismo año en que me gradué  de bachiller: 1989. El matón murió en su ley dentro de una cárcel, dicen los que oyeron el rumor.

Extraño a mis amigos. A Jimmy y Francisco, quienes murieron muy jóvenes. Si vivieran, tendrían 50 años como yo. Perdieron el derecho a morir de viejos.

No volví a saber qué fue de Omar Felipe ni de Álex. Con ellos jugábamos a ser periodistas a la edad de 12 años. Con Alex y Omar teníamos algo en común: ser hijos únicos y haber sido criados por nuestras abuelas: Felipa, Julia y Evelia, respectivamente. Omar se sumió en un inframundo de drogas como otros muchachos. Un día, Omar me pidió acompañarlo a vender unas empanadas que había preparado su abuela. Cansados de caminar, me dijo:

-Sentémonos y nos comemos una empanada cada uno.

No fue una, ni fueron dos. Fueron ocho las que nos comimos entre los dos. Al rato, doña Felipa fue a buscarme.

-Mijo, ¿usted sabe algo de un canasto lleno de empanadas?, preguntó. Sin yo alcanzar responder, me contó que su nieto se lo había robado a una niña. A mis once años no podía saber que ese acto, sumado a otros de los que me enteraría después, era la génesis de la perdición de mi amigo.

Tantas vidas desperdiciadas, tantos jóvenes echados a perder sin llegar a los veinte. Cuando los seres humanos se vuelven una estadística a nadie le importan.

Entrañable la amistad con Fanny.  Cuando yo era vigía de la salud en décimo grado, en el colegio Rodrigo Lara Bonilla, ella me acompañó a recorrer Ciudad Bolívar adentro; así conocimos Jerusalén, Potosí y un sitio al que llaman El palo del ahorcado, adivinen por qué.

La misma miseria que ya conocíamos pero multiplicada por cinco. Niños solos y descalzos en sus ranchitos. Una vez encontramos a cinco hermanos, cuidados por su hermana mayor de diez años. Fanny los bañó, recuerdo que ambos lloramos al despedirnos, dejándoles una bolsa llena de pan. En el camino ella me dijo que un día quería adoptar a uno de los niños, al más pequeñito, de 18 meses. No sé qué será de la vida de mi amiga. Supe que se casó y tiene hijos pero nada más. Me escriben si saben de ella.

Historias de la casa

Un sábado por la mañana estalló la olla exprés. Los frijoles se esparcieron más allá de la cocina y afortunadamente mi abuelita no estaba allí cuando todo pasó.

Las borracheras del abuelo –que para la abuela eran un dolor de cabeza- eran felicidad pura para nosotros: la oportunidad de tomar a hurtadillas algunas monedas para comparar galguerías. Fuimos sorprendidos, reprendidos  y aprendimos que eso no se hace. Los sermones con que me criaron fueron tan efectivos que los sigo aplicando con mis hijos para que ellos también caminen derecho por la vida

 Doña Herminda era la vendedora de chance. De lunes a sábado nos visitaba con la promesa de “salir de pobres” si apostábamos. La costumbre de jugar el número 520 se acabó cuando mi abuela se volvió cristiana.

Crecimos escuchando vallenatos. Me parece estar viendo a la tía Nora María sentada frente al tocador mientras suena  un casete de Otto Serge y Rafael Ricardo. ¡Una hora diaria de vallenatos, así cualquiera le coge gusto al género!

Los personajes de mi cuadra

En mi cuadra solo había una casa prefabricada. La de doña Betty, cuyo hijo parece el gemelo del presentador Jota Mario Valencia. Teníamos zoológico propio. Los apodos más exóticos los tenían los señores mayores: Guacharaco, El Pisco y La Lechuza, que así le decían al abuelo.

Los primeros teléfonos públicos eran cajas metálicas de color rojo con teclas dentro de una cabina hecha de ladrillos y con portón resguardado con candado. El aparato funcionaba con monedas. Cuando entraba una llamada, avisaban por un altoparlante para que la persona saliera a contestar. ¡Una vez corrí como alma que lleva el diablo! Debía presentarme en Cinevisión para el programa Reporteritos, que emitían por la televisión los domingos. Pedí entrevistar a un vulcanólogo como si hubiese intuido que al año siguiente explotaría el volcán Nevado del Ruiz, aunque la verdad era distinta: para entonces ya se decía que el cerro de Monserrate era un volcán dormido y me preguntaba si, al despertar, su rugido y sus escupitajos de lava llegarían hasta la loma.

Mi amigo Francisco me acompañó ese día; de regreso un dolor de estómago me obligó a bajarme del bus  justo en la Avenida Caracas con Calle 23. Unas muchachas amables y pintorreteadas me dejaron usar el baño y con el tiempo supe que siendo niño estuve en un prostíbulo. Fue la única vez.  No sabía que ese sector era la zona de tolerancia.  Después de solucionar mis urgencias pedí monedas a la gente en la calle para retornar  a la loma y devolver el chaleco y la camisa con los cuales salí al aire.

Recorrer la cuadra es acordarse del juego de rana en la tienda de los compadres de los abuelos, de Don Roberto, el yerbatero al que llamaban  “el brujo” o de la familia Barbosa (Casa 22) que se creían los Beverly Ricos. Cuando ellos se fueron, la casa la compró don José, a quien mataron cerca de allí. Uno de los hijos contó que su espíritu se le apareció en la cuadra y lo privó.  Las malas lenguas aseguran que una muchacha bonita se volvió loca a causa de un maleficio que le hizo la suegra, y que se curó cuando la vieja murió. ¡En mi loma abundaban las leyendas urbanas! Corrió el rumor, por ejemplo,  de que a nuestra mascota Lassie la envenenó una vecina; le decían La loca pero para mí que se hacía. Creo que todos alguna vez hemos conocido vecinos malvados con los animales. ¡Por miedo, nunca le ofrecí tomates y cebolla a esa señora!

El pasado y el futuro

Los del barrio José María Vargas Vila somos una generación que, como tantos colombianos, creció a punta de  telenovelas mexicanas y venezolanas  (Los ricos también lloran, La fiera, Topacio), el break dance, el cubo de Rubik, el grupo Menudo, el walkman, el Chavo del 8  y la visita del Papa Juan Pablo II a Colombia, a quien vimos en el parque El Tunal. montado en su Papa Móvil, el primero de julio de 1986.

La loma no ha cambiado mucho. Sus nuevos y viejos habitantes siguen esperando las promesas de un mejor mañana.  Las calles están pavimentadas y se construyeron escaleras:  los particulares ofrecen el servicio de carros colectivos para subir  y bajar  personas por mil doscientos pesos.  Los terrenos fueron legalizados, lo mismo los servicios públicos. Hace tres décadas la Casaloma de mis afectos dejó de ser un barrio subnormal, la gente posee sus escrituras y se siguen despertando cada mañana para ver desde lo alto como amaneció la ciudad de los ocho millones de habitantes. A lo mejor un día llegue el progreso anhelado, a lo mejor un día encuentre las escaleras eléctricas que tanto soñé cuando hacía los mandados.

La vida me ha enseñado que los deseos se hacen realidad si uno lo cree. Como dijo el geólogo francés Haroun Tazieff:  ”Las montañas ayudan a los hombres a despertar sueños dormidos”.

 

Feliz Navidad a todos los lectores de este blog, y en especial a los habitantes de Casaloma. El mejor regalo es estar vivos para contarlo.

Lean los libros de José María Vargas Vila para entender la grandeza de su literatura y lo que pensaba acerca del amor y las relaciones de pareja.

7
  1. Con algunos ajustes de nombres y sitios específicos, esta es la historia de miles de nosotros. Esta remembranza es nuestro más fiel espejo.
    Que grato recordar la historia de nuestras lomas. En mi caso es la loma de Jerusalén, el Puente del Indio, donde aún están mis raíces…
    Gran texto…

  2. Excelente mi Lucho querido 🤩🤩🤩🤩 ame recordar ..me transporte a esa época gracias …jamás olvidare mi loma querida y a mis queridos amigos siempre los llevaré en mi corazón y mente los ame amo y amare por siempre

  3. Con excelente pluma, un sensible y pintoresco recorrido por tu historia, que es la historia de tantos, en un país en el que, a pesar de todo, había prevalecido la unión, la solidaridad y la calidez humana.Un relato sensible con la imaginación descriptiva que te caracteriza, capaz de llevar a los lectores al lugar mismo de los acontecimientos, para respirar el aire y sentir tus historia calando hasta los huesos. Te admiro y honro tu vida. Y como diría Vicktor Frankl, quien creó la quinta escuela de Psicología, la LOGOTERAPIA, «AL HOMBRE LE PODRÁN ARREBATAR TODO, MENOS LA LIBERTAD DE ELEGIR LA ACTITUD CON LA QUE ASUMA SUS CIRCUNSTANCIAS DE VIDA».
    Esto tal ves responda tu inquietud, del por qué, estando en las mismas circunstancias, algunos se destruyen y otros se levantan x encima del dolor y el sufrimiento, para transformar sus vidas.

  4. Que hermoso nunca olvidar aquellos recuerdos donde crecimos con bendiciones y adversidades generando a cada uno grandes sueños hechos realidad. Hermoso saber que de aquella época tenemos grandes profesionales en todas las carreras y en especial Luis que nunca olvida sus raíces donde creció y dando a conocer aquella Loma donde la inocencia del niño, el joven todavía existía. Para ir a la escuela era un paseo y un diario ejercicio aveces con sol y lluvia pero momentos inolvidables.
    Gracias por hermoso documental.

    Dios te siga bendiciendo y guardando.

  5. Créame que uno se transporta a ese tiempo y añoro muchas cosas buenísimo que allá escrito y acordarse de muchas cosas que pasaron muchas gracias Dios me lo siga bendiciendo con su trabajo exelente 🙏🙏👍👏🏼😘

  6. Mi viejo amigo, quedó corta el tiempo al leer tus líneas contando todo, pero cada uno q va vimos en la loma ha recordado en cada frase y cada detalle, desde el inicio del barrio hasta hoy en día ha quedado corto el tiempo pero como la contaste, fue una máquina del tiempo como lo dijo Grabiel García Márquez, julio Berne, regresar a nuestros orígenes y contar la historia de dónde venimos, solo lo hacemos las personas q valoramos, cada peldaño recorrido en la vida, con sus altos y bajos, pero ahí estamos sacándolo mejor de cada uno, y si una loma a visto surgir a muchos, y como dijo Pacheco, ya untados demole hasta el final, gracias por recordar a muchos de dónde venimos y dónde volveremos antes de partir.

  7. Volví a esos recuerdos de niñez y parte de juventud en ese barrio como cariñosamente le llama la Loma. Si fueron muchas anécdotas y aprendizajes que allí se vivieron, muchas gracias y para todos envió un fuerte abrasito rompehuesitos con mucho cariño.

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