Por: ALEXANDER VELÁSQUEZ
María trabajó durante un año en un motel cinco estrellas de la capital, a donde llegaban ejecutivos, gente adinerada y famosos de esos que salen en la televisión. En 2014 ella se empleó como camarera, “más por necesidad que por gusto”.
En ese tiempo presenció todo tipo de situaciones, algunas realmente indecibles. Por aquel lugar, ubicado en Chapinero, vio pasar actrices, periodistas, al presentador de un reality show, a un humorista y al decano de una prestigiosa universidad del sector “que se comportaba como un bastardo pero dejaba buenas propinas”.
Recuerda, por ejemplo, a un cliente al que le gustaba salir desnudo con el dinero en la mano para pedir cualquier cosa, “a otro que nos daba hasta 200 mil pesos solo para que le dijéramos que tenía bonitas piernas”, o uno más que exigía dejar las ventanas abiertas para que los demás observaran sus faenas sexuales. “Y nunca faltaba el perro que llevaba a más de siete mujeres a la misma habitación», me cuenta esta bogotana, de 42 años, madre separada y con tres hijos, quien no olvida al huésped que le pagaba para que ella le tomara fotos mientras sostenìa relaciones, que de íntimas ya no tenían nada. “Yo lo hacía sin pudor, porque en ese tiempo lo que necesitaba era plata”.
“Al escucharlos gemir o gritar palabrotas, yo consideraba que en estas lides era una tonta, un alma de Dios” (risas).
En la amplia clientela figuraban los traquetos, que alquilaban todo un piso y luego solicitaban el servicio de mujeres prepago. “A mi me tocaba llevarles whisky y cigarrillos, atravesar una habitación entre personas desnudas y borrachas, en medio de las escenas más terribles que te puedas imaginar”.
María, al igual que el resto de empleados, no podían comentar nada de lo que sucedía de puertas para dentro. La discreción es la regla de oro para quienes se emplean en trabajos así.
Ella, que ahora es auxiliar de enfermería, me cuenta que nunca más quiere poner sus pies en uno de estos sitios. “Es una experiencia para contar pero no para repetir”, dice sin ambages.
Se vio obligada a aceptar ese puesto, porque estaba endeudada con los llamados gota a gota, “luego de haberme asociado con gente que no debia”. “Si no me les desaparezco, ya no estaría contando el cuento”, dice.
“Trabajar en un motel es una cosa muy complicada, algo muy loco, a veces repugnante. Los humores de las personas le hacen mucho daño a uno de camarera”.
El verdadero suplicio llegaba a la hora de arreglar las habitaciones. “Es antihigiénico tener menos de tres minutos para poner todo en su sitio. Una vez del afán olvidé ponerme los guantes y agarré una cobija impregnada de semen, y eso no es lo más asqueroso que verás en estos lugares”.
“El jacuzzi -añade- es la parte más cochina de un motel, mucha gente hace sus necesidades dentro de ellos y no te voy hablar del uso que les dan a las sabanas”.
En un motel se conoce la verdadera esencia de las personas, así lo cree María, quien se estremece al devolver la película: en cuestión de minutos el caballero y la dama elegantes que ingresaban, se transformaban en seres distintos, cuando estaban poseídos por la lujuria. “A cada quien se le sale el animal que lleva dentro, y me di cuenta que en cuestión de sexo la gente es más anormal que normal”, relata.
Llegó el día en que María presenció algo que la trastornó. Un hombre trigueño, de cuarenta y tantos años, apuesto y acuerpado, se apareció en la recepción, cargando dos maletas, una pequeña y otra negra que era grande y pesada. Le entregaron las llaves de la habitación 203.
“De ese cuarto salía un olor nauseabundo que invadía los pasillos, por más aseo que se le hiciera”, cuenta.
Ocho días después, cuando el huésped iba a abandonar el motel, dos empleados se ofrecieron a ayudarle con la maleta más pesada, con el ánimo de ganarse alguna propina, pero hubo un forcejeo: la maleta se abrió, corrió sangre y adentro apareció el cadáver descuartizado de una muchacha. Tenía unos 25 años, era delgada y de tez blanca. El asesino, aunque intentó fugarse, fue capturado a las pocas cuadras y su historia salió en uno de los periódicos amarillistas de Bogotá.
Escuchemos una parte del relato de María.
Janeth tenía trece años cuando no soportó más las borracheras de su papá y se fue de la casa para escapar de sus maltratos fìsicos y verbales. Aquel hombre la golpeaba por el solo hecho de que ella se parecía a su mamá, que los había abandonado a todos cuando Janeth tenía seis años y su hermano tres.
Esta mujer bogotana, hoy de 31 años, me cuenta que empezó a trabajar desde los 15; durante una década se empleó en todo tipo de hoteles, moteles, hostales y residencias de la capital. Fue camarera, lavandera, recepcionista y también se desempeñó en el área de atención al cliente.
Las situaciones más incómodas se daban cuando los clientes resultaban conocidos: el esposo de una vecina, la mamá de una amiga y hasta un exnovio de la misma Janeth.
Recuerda lo que pasó en septiembre de 2019, cuando entró una pareja joven y al salir, luego de tres horas y varias cervezas, en la calle aguardaba la esposa del muchacho. Lo que sigue es una escena muy frecuente en este tipo de lugares. “Tremenda paliza la que esa señora les dio a ambos”.
El joven por defender a su amante, que ya había sido arrastrada del cabello varios metros, se ganó sus buenas cachetadas, puños y patadas. Cuando llegó la policía, se supo que la esposa estaba embarazada, la dejaron ir y a la amante también pero directo al hospital.
En otra ocasión ingresaron un hombre mayor -que era cliente frecuente del sitio- y una mujer joven, a la que Janeth no había visto antes. El caballero era alto, moreno, gordo y de cachetes colorados; tendría unos 40 años. Ella, delgada, de piel blanca y cabello negro ondulado, aparentaba unos 18.
De un momento a otro, la muchacha salió como alma que lleva el diablo, a medio vestir y gritando que había sido violada; se llevaron al tipo detenido. Corría el año 2013
Al año siguiente, Janeth, que era la recepcionista, fue llamada por la Fiscalía para rendir indagatoria, pues resultó que la chica era menor de edad y había ingresado al motel con una identificación falsa. El día del juicio se supo que la supuesta víctima de la violación era del Casanare y que, según había denunciado, el señor la había traído a Bogotá con engaños ofreciéndole un empleo. “También dijo que el hombre la amenazó con un arma, pero nunca encontraron nada”, afirma. La muchacha rindió testimonio por video y al final el acusado salió libre y sin ganas de volver a merodear por aquel motel.
Hoy Janeth busca empleo porque a raíz de la pandemia en la finca donde laboraba últimamente echaron a todos menos a los antiguos.
Una ojeada detallada a un mundo al que todos hemos pertenecido, por horas, pero no hemos dado mayor brega.
Que zanahorio resulta ser uno…