Por: ALEXÁNDER VELÁSQUEZ
La procesión va por dentro. Por dentro de Facebook.
En el episodio cuatro de la tercera temporada de Black Mirror, la fantástica serie de Netflix que causó sensación en 2016, existe un lugar llamado San Junipero. Es un entorno de realidad virtual donde habitan desahuciados y personas fallecidas. Allá llegan las almas de las personas cuando mueren: mediante una conexión a un sistema de almacenamiento en la nube, los seres del más acá pueden comunicarse con los que están en el más allá. Por medio de cables y chips se les permite revivir situaciones de su vida. Este episodio se ganó los aplausos de la crítica; varios premios corroboran la genial trama de sus creadores.
En este año de la pandemia, se me antoja pensar que Facebook es el San Junipero de nuestro tiempo, donde los vivos postean fotos de los muertos, recordando pasajes de sus vidas. Yo creo que cuando Marck Zuckerberg inventó esta red social, en febrero de 2004, ni es sus peores pesadillas pensó que más allá de una sala de chat global para conectar con conocidos y desconocidos, se convertiría en una sala de velación, por donde se transmiten los funerales de ricos y pobres, donde se celebran las misas de muerto –según ciertos ritos, como el católico- y por donde viajan las condolencias y los saludos de pésame. Algo bastante alejado de la intención romántica que tuvo su creador encerrado en Harvard.
El pasado 29 de noviembre conducía por una calle de Casaloma y de repente observé a dos mujeres que lloraban, cada una sobre el hombro de alguien más, con un dolor tan profundo que casi vaciaban sus ojos.
-A lo mejor perdieron algún pariente a causa del Coronavirus, pensé inmediatamente.
Al día siguiente, me enteré de la noticia por Facebook. Había muerto ahogado en un río de los Llanos un amigo entrañable de mis tíos y primos. Compañero de fútbol, de fiestas y de paseos. Era uno más del equipo “Los Bambinos”. Le decían Piri pero se llamaba Rubén Darío Cruz Cristiano. Dos apellidos que parecían presagio para alguien que un día tendría que morir, aunque nadie esperaba que tan joven y lleno de salud como estaba: el 1º de diciembre cumpliría 47 años pero el tiempo no le alcanzó.
Se había ido desde Bogotá con sus parceros para festejarlos de manera anticipada en el municipio de Guamal, Meta. La creciente del río, a cuenta de estos inviernos endemoniados, literalmente, aguó la celebración. Le sobreviven sus padres, cuatro hermanos, su esposa y su hija. ¡Pueda ser que encuentren sosiego en medio de su tribulación!
Me cuentan que cuando pudieron rescatarlo de las aguas embravecidas, el hombre ya no era de este mundo. Su imagen está en los muros de aquellos que compartieron con él. Es, vuelvo y lo digo, como estar en San Junipero, conectado de corazón al difunto, llorando su partida sobre una foto. Lo único que nos queda de los muertos. A nuestro turno, alguien nos recordará en esta funeraria global en que se convirtió el invento de Zuckerberg.
Mientras escribía estas líneas, recordé una historia que había leído en El Diario, de España: un investigador de la Universidad de Estadística de Massachusetts aseguró que Facebook albergará más cuentas de usuarios muertos que de vivos en los albores del siglo veintidós. O dicho de otra manera, hacia el año 2098 la red social tendrá más perfiles de fallecidos que cuentas activas, según los cálculos del experto Hachem Saddiki. ¿Año 2098? Dudo que lleguemos tan lejos sanos y salvos.
Sin embargo, hay cierta lógica en ello, partiendo del hecho de que cada día mueren 10.000 personas que tienen presencia en la red social, según el sitio canadiense The Loop. Eso equivale a más de tres millones y medio de usuarios cada año. La misma página web afirma que en la primera década de existencia de Facebook (2004-2014), fallecieron alrededor de 30 millones. Lo que permite deducir que todos los que tenemos un perfil allí tenemos, por derecho propio, nuestro cupo asegurado en el que podría ser el cementerio más grande del mundo. Entonces… ¡paz en las tumbas del ciberespacio!