Por: ALEXANDER VELASQUEZ
-“Profe, me disculpa pero esta clase es de geografía, no de dibujo”.
Recuerdo la escena como si fuera ayer. Pero resulta que esa conversación ocurrió tres décadas atrás, cuando yo iba a mitad de bachillerato. Octavo, precisamente.
Mi profesor de geografía era un señor gordo, bonachón y de baja estatura, que daba la impresión de no preparar sus clases y aun así me resultaba ameno escuchar sus improvisaciones. Nos motivaba a leer y a veces la clase consistía en comprar la edición dominical de EL TIEMP0 para leer la separata literaria. Un día nos puso a leer un artículo sobre una mortandad de peces que hubo en la Ciénaga Grande de Santa Marta y así aprendimos la importancia de cuidar estos ecosistemas.
Por aquel tiempo, prácticamente todas las asignaturas, a excepción de la de Español e Historia, me resultaban francamente aburridas. Ni siquiera aprendí a tocar la flauta traversa y no sé cómo no reprobé la clase de Música; nunca hice una maqueta y pasé Electricidad gracias a que los compañeros me incluían en los informes de los trabajos grupales, de la misma manera que yo los incluía en las reseñas de los libros que ninguno de ellos leía. Trueque que llaman. Me gustaba mucho la clase de historia y también la profe que la dictaba: de no haberme convertido en periodista, me hubiera gustado ser historiador, antropólogo, sociólogo o alguna vaina parecida.
Volviendo al cuento, en una de sus tantas clases, el profe de Geografía nos mandaba a calcar los mapas del relieve colombiano y en otras a dibujar el mapa de Colombia con su división política y administrativa.
-No entiendo, profe, qué sentido tiene repetir un mapa del libro. ¿No sería mejor comprender lo que hay dentro del mapa?, le dije cualquier día de ese 1986 al saludarlo en el pasillo, antes de ingresar al salón.
(Es más importante saber dónde estamos parados que calcar mapas, pensaba yo, pero esa parte no se la dije).
El profesor todavía no entendía a dónde quería llegar yo. Así que me arriesgué y le solté de una mi propuesta indecente. Estaba siendo demasiado osado sin medir las consecuencias pero una corazonada me impulsaba a continuar con el plan.
Entonces, se lo dije sin anestesia:
-Profe, yo no nací para dibujante. Soy más bien malo para dibujar. Me gustaría plantearle un trato, con todo el respeto que usted se merece, claro (porque ya desde esa época, uno era ante todo respetuoso de los mayores y se usaban frases así para quedar divinamente).
Y era verdad: yo sólo pintaba mamarrachos, puros garabatos. Hasta mi letra sigue siendo horrible, como de doctor. Vine al mundo sin ese don para los trazos que tiene mi hija Sara Gabriela, la artista de la familia.
-Lo escucho, respondió él con tal solemnidad, intrigado por saber cuál era mi punto. Es decir, mi propuesta indecente.
En ese momento, me lancé al agua. A Santo Rosa o al charco, decíamos nosotros. Mejor dicho, a esas alturas tenía más reversa un deshielo polar o un eclipse de luna.
-Yo me comprometo a estudiar las lecciones, me las aprendo al derecho y al revés y participo activamente en su clase, como siempre lo hago, y de esa manera motivo a seguir el ejemplo, a cambio de que usted me exonere de dibujar o calcar mapas.
Creo que estuve brillante y mi cara también, porque sudé como si fuera un atleta atravesando la cordillera de los Andes.
Pensé que él profe se tomaría su tiempo para meditar la respuesta pero resultó que respondió en el acto:
-Muy bien, señor Velásquez. Me parece un trato razonable, dijo. Y seguidamente formuló una advertencia:
-Cada vez que yo pase revisando cuadernos, usted abre el suyo como si hubiera hecho los mapas y yo le pongo un visto bueno, pero debe prometer que nadie, absolutamente nadie, se enterara de este acuerdo.
-A nadie, repitió nuevamente, como dudando de mis oídos limpios. Y entramos el salón, yo con una risita pícara.
Ni pendejo que fuera, nadie supo nada de aquel trato que resultó tan conveniente para mí, porque en lugar de perder mi tiempo calcando o dibujando mapas, estudiaba para la clase, y hasta podía dedicarme a leer libros –cosa que si me gustaba- y a editar mi primer periódico en el barrio, que se llamaba El Populacho; luego hice otro que bauticé La Carreta, pero ese es un cuento largo que un día quisiera escribiré.
En diciembre de 2019 nos reunimos los de la promoción del 89; ya entrados en copas, decidimos hacer confesiones. Y sólo en ese momento, exactamente treinta años después, rompí el pacto que había hecho con el profe de geografía. Bueno, para ser sinceros, estaba tan borracho que no recuerdo si hice tal confesión, pero en caso de que no, en este blog ya quedó todo dicho.
Esta mañana llamé a mi hijo Esteban y le pregunté si en el colegio todavía los ponen a calcar mapas; me dijo que sí. Creo que ya es hora de que él conozca esta historia.