Desamor por los libros

Desamor por los libros

Por: ALEXANDER VELASQUEZ

En el colegio aprendimos a odiar los libros. La clase de Español consistía en que, a veces, tocaba leer uno. El que dijera el profesor, quien a su vez seguía órdenes del Ministerio de Educación. Eran mis épocas de bachiller, 1984-1989. Colegio del Distrito, aclaro.

Se aborrecían los libros -y en especial los de literatura- por muchas razones. La principal de todas: la pereza. Una pereza que nació de ese tedio curricular. Quien diga que no se lee porque los libros son costosos,entonces jamás ha puesto pies en biblioteca, donde leer es gratis.

Con los libros pasa lo mismo que con la actividad física. Se repite hasta el cansancio que los unos y la otra son necesarios, pero al final muchos claudican en el intento.  Cómo no, si es que crecimos anclados a la comodidad de un sofá y metidos de cabeza  en un televisor. Hoy el sofá es el mismo y la pantalla se volvió chiquita.

En mi época, esa apatía hacia la lectura dio paso a la trampa. Yo era bicho raro, de esos que disfrutaba más la lectura que la hora del recreo, pero odiaba terriblemente hacer maquetas, proyectos científicos o cualquier vaina que requiriera habilidad manual. La ciencia no era lo mío, entonces, la trampa se volvía trueque. A mí me incluían en el grupo de los  que hacían las maquetas (sin haber hecho ni entendido absolutamente nada)  y  en agradecimiento, yo  leía los libros y los incluía a ellos en las reseñas que pedía el profesor.

-“Señores, necesito nudo, clímax y desenlace para la próxima semana”, nos dijo una vez, aludiendo a “El otoño del patriarca”, de Gabriel García Márquez.

Cuando eran trabajos individuales, me tocaba redactar  una  reseña por cada compañero, siempre camuflando algún error, para que ninguno sacara mejor nota que yo, obvio. Ni pendejo que uno fuera. Ese  trueque perverso nació cuando la lectura era tortura y se privó a generaciones enteras  de establecer un vinculo amoroso  con los libros, y muy especialmente con la literatura.

A los de mi generación les inocularon un odio hacia los libros, y por eso muchos colombianos crecieron detestando a Gabo, el único Premio Nobel de Literatura que ha tenido Colombia, el mismo que, a partir de un hecho cierto,  hizo una crónica novelada, con muerto incluido, alrededor de la virginidad de una muchacha.

Otros  grandes de la literatura hispanoamericana han pagado  los platos rotos de la estrechez tercermundista del sistema educativo. Somos una cultura en la que muchas cosas se han hecho y se siguen haciendo por obligación, porque toca, no por placer, que es como debería ser todo en la vida.  Pero no. Tradicionalmente se ha leído por la obligación de la nota, como quien sale a caminar a regañadientes porque lo ordenó el médico.   

Si Gabo decía que hay que escribir para no morir, yo digo que hay que leer para estar en buena compañía. Acabo de leer las casi 500  páginas de El amor en los tiempos del cólera, una lectura que aplacé  durante dos décadas. Y ahora que ya no están conmigo  ni Fermina Daza ni Florentino Ariza, necesito ir de nuevo a la librería.

Tengo una razón de más:  Quien lee una buena novela, nunca se sentirá solo.

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