Cuentos de la pandemia 7: Eón, el hombrecito del espacio, llega a Casaloma

Cuentos de la pandemia 7: Eón, el hombrecito del espacio, llega a Casaloma

Sueño con el día en que pueda ver  un platillo volador  y conversar plácidamente con los alienígenas. Por eso escribí este relato. Gracias por leerlo.

Autor: ALEXANDER VELÁSQUEZ

Ilustración: LAURA PATRICIA PELÁEZ

El olor de los cadáveres flotando en el río Ganjes, lo trajo desde el infinito y más allá. No se supo qué tan lejos pero es probable que viniera desde Plutón, incluso de un universo paralelo al nuestro, a lo mejor de un agujero negro.

 

Eran tantos los cadáveres, centenares, miles, que las mentes de aquellos, al elevarse en bandada  como aves, despertaron la curiosidad del hombrecito del espacio, que las captó con su telescopio.  

 

Desde la nave, aún suspendida en nuestra atmósfera, le pareció chistoso cómo se veían los humanos por culpa del confinamiento. Las señoras tenían cabelleras de tres metros porque habían cerrado los salones de belleza hasta nueva orden,  y los señores tenían barbas que casi tocaban el piso, y unas barrigas descomunales, pues se volvieron más tragones con el encierro. Unos y otros habían perdido el glamour en todo caso. Pero nada le llamó tanto la atención como el aspecto huraño de muchos  terrícolas, aunque para ser honestos, los había que estaban amargados desde antes de la pandemia.

 

Olvidaron que sabían bailar y se volvieron tristes. Cogieron la mala costumbre de no bañarse y el tapabocas les disimulaba el mal aliento a muchos.

 

-Con tanta agua que tienen, ¿quién los entiende?, pensó el ser venido de otro mundo.

 

La gente estaba demasiado ocupada viviendo sus vidas intrascendentes, que apenas un niño huérfano de ojos verdes con gafas lo vio descender de la nave triangular a través de un hilo de luz color magenta, y eso que era medio cegatón.

 

-Quedó así por  ver televisión de cerca, había dicho su abuelita, que en paz descanse.

 

Desde que tuvo uso de razón, el pequeño  se dedicó a mirar el cielo esperando que ocurriera un milagro. Los demás, atolondrados por sus smartphones,  dejaron de maravillarse con la Luna llena, las estrellas titilantes  y los cometas que surcaban de vez en cuando el firmamento. En una sola palabra, estaban idiotizados, sumidos en un letargo contagioso que los vuelve obesos y lentos. Lentos para caminar y pensar.

 

Andaban tan esclavos de las redes sociales que perdieron la oportunidad de ver la majestuosidad del OVNI, que aterrizó en la parte trasera de una montaña al sur de Bogotá donde había una motobomba. Nadie más que el niño supo que ese sería  el escondite secreto durante su periplo por  la Tierra.

 

El alienígena  compró una botella de agua cristalina en una tienda que tenía el mismo nombre del barrio: Casaloma. Don Isauro, el vendedor, que a su edad estaba curado de sustos, le preguntó si era marciano y la criatura galáctica, para despistar, le contestó con la mente:

 

-¡Obvio bobis!

 

El anciano venerable sonrió  y no le cobró.

 

-¿Sabe? Me simpatizan los de Marte, más que los de Venus, le dijo don Isauro.

 

El extraterrestre traía juguetes cósmicos para los niños de Casaloma, como pelotitas de colores que levitaban y yoyos con hilos invisibles que iban hasta la cara oculta de la luna y regresaban. Don Isauro suspiró de nostalgia, pues se acordó de la primera Navidad en el barrio.

-Eso fue por allá en el 81 a.C. (antes del Coronavirus). Llegaron camiones cargados de muñecas y carritos para los niños, rememoró.

El alienígena  no era E.T. pero se le parecía  por la estatura. Era pequeñito, una cosita de nada, que si alguna mujer enamoradiza  lo hubiera visto, habría sentido ganas de apapacharlo.

Su piel era amarilla como la de Homero Simpson,  tenía  orejas que terminaban en punta y ojos grandotes en forma de huevos. Hagan de cuenta como  Dobby o  Kreacher, los elfos de Harry Potter,  y esa apariencia  demostraba que en los otros mundos no eran esclavos de la belleza ni de nada.  Vivían sin apegos ni banalidades.

Con menos de un metro de altura, podía tocar el suelo con sus brazos largos y se movía con una agilidad sorprendente. Sin ofender, parecía más inteligente y sensato que cualquiera de nosotros. Todo eso se lo contó al niño a unos tíos pero se burlaron.

La criatura  espacial   visitó una casa de aquella montaña, en cuya entrada había un  árbol de saúco y una planta de pringamosa, pero allá no le ofrecieron ni un tinto. El pobre corrió con la mala suerte de caer en el hogar  de unas tías amargadas que se molestaban con las visitas inesperadas y más si era la de un extraterrestre que no les causaba ninguna gracia. Una de las tías era distinta pero ese día estaba visitando a su nieto. De haber estado, con seguridad le habría leído Proverbios 14, cuyos versículos contienen algunas claves de la felicidad.

 

-Me llamo Eón. Vengo del futuro, les dijo a las que sí estaban, pero fue ignorado.

 

Observó que una de las tías molía en un molino de grano, al lado del cual había una vieja máquina de coser. -Los viejos –pensó- se alegrarán de saber que no vendieron el artefacto, que todavía muelen y que cuidan con esmero la casa de todos desde hace 40 años.

 

Dos de las tías estaban en cama con 39 (no sean malpensados)… 39 de fiebre por el Covid-19.

-Le dio por venir preciso a la hora del almuerzo, refunfuñó desde la cocina  la tía de rizos dorados y mirada bonita pero triste, que a esa hora se prestaba a servir un suculento sudado de pollo con agua de panela de sobremesa.

 

Eón no se molestó con el comentario, pues de antemano sabía lo que la gente iba a decir antes de que lo dijera, y cuando lo dijeron él ya se había ido con sus pelotitas y sus yoyos a otra parte.

 

-¡No me crean tan eón!, dijo en susurros, y junto con el niño se elevó por los cielos en una bicicleta gracias a la telequinesis.  

Se llevaron con ellos a un perrito llamado Querubín, antes de que una vecina loca lo envenenara. Eón estaba maravillado con el enloquecido clima bogotano, porque en su planeta todo es uniforme: no se siente frío ni calor, y ese combo  de sol, lluvia, frío el mismo día le pareció algo exótico.  Pensó, eso sí, que la bipolaridad climática podría ser la causa de amargura de la gente.

 

Eón conducía la bici, el niño iba en la canasta por delante del manubrio y el perro en la canastilla de atrás. El niño preguntó:

 

-¿A qué viniste a la Tierra?

 

A comprobar si hay vida inteligente, porque los humanos tienen muy mala fama en el vecindario.  Tu raza se autodenomina homo sapiens, que significa sabio en latín, pero se comportan como si fueran homo stupids,  me disculparás.

 

¿Podemos hacer algo para solucionarlo?

 

No han estrenado del todo el cerebro  Tocaría empezar por ahí. ¡Cómo es que se matan entre sí!  ¡Cómo es que son tan egoístas! ¡Que qué pasó, que cómo fue! Hay que llenar esos corazones  de las tres virtudes: compasión, generosidad y gratitud. Vine con esa misión.

 

-¿Y no te da miedo el Coronabicho?

 

-Nanay, Lucas. Los de mi mundo somos a prueba de virus malignos.

 

-¡Recórcholis! ¿Cómo sabes que me llamo Lucas?

 

-Vengo de un planeta donde todo lo vemos y leemos con la mente, hasta los malos pensamientos.  Te diré algo más: serás  periodista porque ha sido tu anhelo  desde vidas anteriores. Estás muy chico para entender.  Cuando cumplas 50 y se te empiece a caer el pelo, lo comprenderás.

 

A esas alturas de la conversación,  desde los aires asiáticos, Eón y Lucas  divisaron los cadáveres que flotaban en cantidades increíbles en las aguas del Ganjes, el río sagrado de los hindúes. Le explicó al chiquillo  que los crematorios y cementerios resultaron insuficientes para tanto difunto.

 

Los lugareños debieron  improvisar tumbas en las orillas arenosas del río, pero las torrenciales lluvias sacaron los cadáveres de sus sitios cuando el Ganjes se creció, y conforme creció  el número de muertos así también las piras funerarias para incinerarlos a leña y fuego.

 

  -¡Serán devorados por los animales!, se lamentó Lucas,

 

-Los que flotan son sus cuerpos, dijo Eón,  porque sus mentes  están en tránsito para renacer en éste o en otros mundos. 

 

-¡Me da miedo la muerte!, exclamó el niño.

 

Eón lo abrazó: -No temas. No es la primera vez que las personas mueren, ni será la última. Simplemente cambiamos de cuerpo. La muerte es el tránsito entre las vidas, hasta  alcanzar la iluminación o Nirvana.

 

-Suena muy bonito, sonrió Lucas, mientras desempañaba sus gafas.

En un santiamén regresaron a Bogotá, al sitio donde aparcaba la nave. Algo sorprendente sucedió: allí estaban las tías amargadas que ya no lo eran  gracias a que leyeron este relato. Fueron a despedir al hombrecito sideral, llorando de emoción, como hacía rato no lloraban.  

 

Sin querer pero queriendo, en secreto Eón las había contagiado del don de las tres virtudes. Dejó  un árbol alienígena en la casa y aquel echó raíces en el corazón de las muchachas.  

Desde ese día en Casaloma hubo amor y almuerzo de sobra para todos:  hermanos, primos, tíos, sobrinos, vecinos, el gato y el perro. Aprovecharon el tiempo siendo mejores personas, respetuosas de todos los seres sensibles, incluidos los animales. Desapareció la mezquindad y  nadie quiso trastearse de vida  sin antes reconciliarse con los demás. Tocó pellizcar a  la tía  a la que le faltaba un riñón porque pensó que estaba soñando.

Cuando la nave se elevó, las tías regresaron a la casa. Fueron a buscar la planta cósmica para regarla pero no la encontraron. Desapareció  al igual que el saúco y la mata de ortiga. En su lugar, hallaron  un sobre plateado y de su interior salió una frase maravillosa que se volvió viral cuando la postearon en Facebook:

 

-“Nunca golpees a nadie en el corazón”.

 

Estaba escrita en letra muy bonita, y al final aparecía la firma de Eón; corrieron a buscar en Google lo que significaba el nombre. Desde entonces los humanos  vivieron en armonía y sus palabras y maneras de actuar eran virtuosas y sencillas.

 

Querubín se fue feliz para ese mundo  donde no tenían perros; la tía más morenita se quedó con las pelotitas del alienígena -jugaba con ellas de día y de noche-, pero nadie supo qué pasó con los yoyos cósmicos. La bicicleta se encuentra en un museo como prueba de que Eón visitó la Tierra en el dos mil veintiuno.

Lucas se libró de las gafas –Eón lo curó sin que él se diera cuenta-. pero se puso triste con la partida de su nuevo mejor amigo.

Eón lo consoló al transferir un pensamiento mientras la nave  se desplazaba por encima del único Metrocable de la ciudad:

-En noviembre bajará Mélony de las estrellas. Viene con una misión especial. ¡Sé paciente!

Y colorín colorado, a partir de ese día el calendario comenzó desde el año 1 d.C. (después del Coronavirus).

FIN

LAURA PATRICIA PELÁEZ.  Bogotana y diseñadora gráfica nómada e ilustradora de utopías, distopías, manifiestos y plantas imaginarias. Ha trabajado para medios educativos, culturales y periodísticos. Estudiosa de las viñetas y amante de los cuentos de terror. Caminante, admiradora de los inconformes y coleccionista de animales azules. La encuentran en las redes sociales como @gorrio.blanco y @guaica_grafica. Y en su sitio web
https://www.gorriongrafica.com/

 

 

CCCCCC

ALEXANDER VELÁSQUEZ.  Publicó sus primeros cuentos a la edad de 20 años en la revista Los Monos del diario El Espectador. Se dedicó al periodismo y se le olvidó que le gustaba inventar historias. Con el encierro a causa del Coronavirus le empezaron a llegar las historias a través de los sueños y se despertaba para anotar las ideas antes de que un  duende se las escondiera en una pesadilla. Así nació Los cuentos de la pandemia, una colección de diez relatos para adultos.

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