Autor: ALEXANDER VELÁSQUEZ
Ilustración: ALVARO PALOMINO, PALOSA
Hubo una vez un pueblo donde todos sus habitantes eran lectores, incluso los ciegos porque leían en braille. Les gustaba leer más que levantarse tarde. Se sentían las criaturas más afortunadas sobre la Tierra.
En los parques había columpios para que los niños y los ancianos se columpiaran mientras leían, en tanto que mariposas amarillas, como las de Cien años de soledad, revoloteaban por todas partes.
De tanto leer sus habitantes se volvieron supersticiosos pero al revés: si alguien pasaba por debajo de una escalera, significaba que leería el doble de libros que el año anterior. Si alguien veía un gato negro, significaba que le regalarían un libro de pasta fina el día de cumpleaños. Si alguien abría una sombrilla dentro de la casa, significaba que un escritor llegaría en breve a tomar onces, y cosas por el estilo.
El principal sitio no era ni el banco ni el palacio desde donde despachaba la alcaldesa, que era abiertamente lesbiana y a nadie le importaba. La lectura volvía a las personas inteligentes y tolerantes.
El lugar venerado por todos era la gran biblioteca pública de siete pisos conectados por escaleras de caracol que generaciones anteriores construyeron en la parte sur del pueblo. En la entrada un mensaje en letras fluorescentes daba la bienvenida a los visitantes:
“Quien lee nunca está solo”.
Adentro había hamacas multicolores como el arco iris para que la gente durmiera si les cogía la noche.
Cuando los habitantes envejecían, morían en su ley: leyendo. Ya muertos, también se les notaba la felicidad.
Tenían internet pero no les interesaba más que para comunicarse con familiares que vivían al otro lado del mundo y las redes sociales únicamente las usaban para saber qué libros estaban leyendo los vecinos y comentar, sin dar likes, porque para ellos eso no era importante. No conocían de frivolidades. “Las redes sociales han magnificado el narcisismo de los humanos”, decían.
La biblioteca causaba tal conmoción que la alcaldesa impuso una medida que llamó “zapato y placa”, que consistía en que cada día la gente debía ingresar por turnos según el número de calzado.
La noticia sobre aquel pueblo tan singular voló como pedo de bruja. Llegaron periodistas de todas partes, al principio escépticos pero rapidito comprobaron que no era rumor. Tomaron fotografías y varios de esos reporteros se ganaron sendos premios de periodismo por las crónicas maravillosas que escribieron.
Una de esas historias decía lo siguiente:
“En un mundo triste donde nadie lee, aquí, la gente trabaja únicamente para comer y para comprar libros. No hay atascos. No hay envidias. No hay ladrones. No hay policías. No hay abogados. No hay pleitos. El tiempo libre se va en leer, porque tampoco a la gente le preocupa enamorarse y si un día se enamoran es porque un mismo libro juntó a dos almas de manera natural, sin que ellos forzaran el amor, porque el amor no ocurre a las malas. Me consta que en este lugar cayó el más maravilloso de los hechizos”.
La noticia hizo que miles de turistas fueran a buscar el lugar encantado porque todavía no daban crédito a lo que leían o escuchaban. Cuando algún forastero llegaba al lugar, descubría escenas surrealistas. Lectores que leían acampando a la orilla del río, lectores que leían sobre las copas de los árboles, lectores que leían en los techos de su casa, lectores que leían bajo sombrillas de colores, lectores y más lectores. Los turistas tenían que pellizcarse para comprobar que estaban despiertos y cómo si aquella fuera una enfermedad contagiosa invertían sus ahorros en libros antes de marcharse, no sin antes haberse tomado sus selfies para que sus familiares no fueran a creer que se trataba de una noticia falsa.
Con tanto turista yendo y viniendo, un día pasó lo que tenía que pasar. Uno de los forasteros –un chino de la China para ser exactos- llevó la peste del Coronavirus a ese pueblo donde nadie se había enfermado de nada grave, y los contagió a todos, incluido Lucky, el perro de la alcaldesa.
El hombre de los ojos rasgados propuso una solución para matar el virus: hacer que lloviera agua mezclada con jabón y que todos los seres humanos salieran a mojarse al mismo tiempo, como cuando eran niños. Nadie le paró bolas a semejante disparate.
Un niño pensó que por tener los ojos así, como apagados, es que no podían pensar con claridad.
-¿Son así por el Coronavirus?, preguntó el chiquillo mientras se columpiaba, y los demás se echaron a reír.
-No, niño, dijo con humildad el chino de la China. Los ojos rasgados –prosiguió- se deben a una arruga que tenemos en el párpado superior que cubre la esquina interna del ojo. Todas las personas nacemos con este pliegue, pero ustedes lo perdieron a las pocas semanas de nacer.
Todos quedaron tan maravillados con la explicación y al final acogieron al forastero. Resulta que el bicho no alteró la tranquilidad del lugar y nadie murió de aquella peste. Después se supo que el hábito de leer creaba anticuerpos de felicidad contra ciertos males. Los científicos se dedicaron a investigar tal maravilla y los médicos empezaron a recetar libros en lugar de medicamentos. Prescribieron tantas novelas fascinantes que en el mundo hubo desde entonces más librerías que laboratorios farmacéuticos.
FIN
ALVARO PALOMINO SANDOVAL. Mejor conocido como Palosa, es un caricaturista payanés y cuatro veces ganador del Premio Nacional de Periodismo CPB (1992, 1997, 2003 y 2005). Sus agudos trazos han aparecido en importantes medios nacionales, entre ellos, El Espectador, El Tiempo y El Nuevo Siglo.
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ALEXANDER VELÁSQUEZ. Periodista, bloguero y podcaster bogotano. A los quince años fundó sus primeros periódicos en el barrio: La Carreta y El Populacho. Escribía los artículos en una vieja máquina de escribir y vendía los ejemplares de casa en casa.