Cuentos de la pandemia 4: Tres finales para Toño

Cuentos de la pandemia 4: Tres finales para Toño

En este cuento los  lectores deben  decidir si el protagonista vive o muere, o todo lo contrario.

Autor: ALEXANDER VELÁSQUEZ

Ilustración: JAIRO PELÁEZ RINCÓN (JARAPE)

Se llamaba Antonio. Antonio, a secas. Nada de Manuel Antonio,  como el dictador panameño, ni de Marco Antonio, como el amante de Cleopatra, la mujer más poderosa del Imperio Romano, cuya historia de amor empezó con pasión y acabó en tragedia por culpa de una falsa noticia.

Este Antonio también llevó una vida azarosa como aquellos, haciendo lo que se le dio la gana, sin perder el tiempo en el que dirán.

-Es su problema y que con su pan se lo coman, decía, y asunto resuelto.

Era don Antonio para la mayoría y Toño para los de confianza, pero todos por igual debían lidiar con sus contradicciones.

Si alguien decía que esto era color carmesí, él decía que era rojo merlot como el vino, solo para catar si alguien se salía de sus casillas.

Si el cielo gramaba torrencialmente, sacaba el paraguas a la calle pero jamás lo usaba. Jugaba bajo la lluvia como si fuera un adolescente, haciéndole fieros a San Pedro.

Si un bando decía que era de derecha y otro bando decía que era de izquierda, él decía que gracias a Dios ya estaba curado de la peste de la política.La música de diciembre la colocaba en julio y en diciembre no ponía nada porque decía que se había vuelto una época triste por la mezquindad de la gente.

-Se volvieron tacaños hasta con la natilla, refunfuñaba.  

Antonio se casó muy joven con una muchacha caribonita pero diez años y ocho  hijos después, se divorció  para tener cuento con  un muchacho  diez años menor que él. Lo hizo con la intención de matar dos pájaros de un tiro: ocultar su bisexualidad primero y ofender a su familia que era homofóbica después, aun a riesgo de quedarse sin el pan y sin el queso. Ustedes entienden. Y de ustedes depende.

En todo caso, repetía  que el amor es un invento de gente desocupada con síndrome de soledad. Pensaba, eso sí,  que una revolcada de vez en cuando bastaba para contentar a las hormonas, y que el resto de las ganas se curaban leyendo novelas de amor, que lo lanzaban al júbilo de la autocomplacencia entre página y página.

Su forma de ser se había vuelto previsible.

Compraba jugos embotellados en la panadería de la esquina, los  pagaba pero nunca los tomaba. Se jactaba de que había salvado al mundo de ese veneno, y  lo mismo hacía con muchas cosas que, consideraba él, debían estar prohibidas; de esa larga lista hacían parte las pizzas, las hamburguesas,  los productos de paquete y los embutidos. Cuando el médico recetaba algún medicamento,   advirtiéndole que debía tomarlo en ayunas, él se tragaba la medicina justo después de desayunar, solo para demostrar que nada le iba a pasar si no seguía las órdenes al pie de la letra.  

Si lo invitaban a una fiesta tipo lluvia de sobres, Antonio  llegaba con cajas gigantes que contenían neveras, lavadoras o equipos de sonido, porque, eso sí,  tacaño no era. Más bien todo lo contrario: un botarate. Y gracias a que fue manirroto muchos se acostaron sin hambre y otros estudiaron cualquier cosa, porque Antonio pensaba que todas las personas debían tener oportunidades en la vida.  

Odiaba que le celebraran su propio cumpleaños. Dejaba a todo mundo metido después de agradecer y confirmar la asistencia; la gente no aprendía y al siguiente año era la misma vaina. Si le mandaban los regalos a la casa, los devolvía envueltos en papel periódico con un mensaje deseándole buena salud al destinatario, porque cuando hay buena salud las demás cosas llegan por añadidura, aseguraba.

El hombre se inventaba cualquier cosa para ocuparse, cualquier plan con tal de que el amor no lo cogiera mal parqueado en alguna esquina, donde se la pasan  los señores jubilados que aprendieron a ser inútiles en el trayecto hacia la senilidad.  

A pesar de tener dinero suficiente para no pasar apuros, este hombre vivía como mendigo. No dormía sobre una cama como la demás gente, sino en el piso sobre un pedazo de colchón de tela. Iba al fruver el día en que sabía que las frutas y verduras quedaban a menos de la mitad de precio antes de pudrirse. Parecía un botánico que conocía el poder de cada fruta, y su favorita era la sandía, por anticancerígena y afrodisíaca.

Últimamente rezaba el Rosario, porque decía que cuando la muerte acecha es mejor agarrarse de la mano de Dios y estar confesados, pero lo rezaba incompleto, porque decía que con eso era suficiente.

-La vara de Dios no mide cantidad sino calidad, lo que vale son las buenas obras que uno haya acumulado genuinamente en el corazón, afirmaba, como si estuviera muy convencido de que así pensaba el Creador.  

Tenía una explicación para todo, y más cuando se trataba de justificar sus comportamientos.  Entonces hacía la señal de la cruz, pero no rezaba el credo de los apóstoles; rezaba el Padrenuestro, pero se hacía el loco con los tres Avemarías, y así sucesivamente. De su bendita voluntad no se salvaba ni Nuestro Señor.  

Antonio tenía la costumbre  de hacerse interpretar los sueños cada jueves que visitaba a una gitana, perteneciente al Pueblo Rrom, que vive al sur de Bogotá y según la leyenda, desciende de una cultura milenaria que tiene su origen en la India.

Un día le contó que la noche anterior había soñado con el fin del mundo. Que el cielo se abría de par en par y de allá salían los jinetes del apocalipsis envueltos en fuego mientras angelitos amontonados tocaban unas trompetas doradas. La mujer  le dijo que eso le pasaba por acostarse lleno y después le leyó la mano derecha y le dijo que viviría un siglo menos diez años y un mes.

En realidad Antonio no creía en supercherías, pero gracias a los encuentros con la vieja se excusaba con su soledad.  La gitana cobraba diez mil pesos por cada sesión y él le daba veinte mil, solo para ver cómo se le agrandaban sus ojos color durazno.  

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JAIRO PELÁEZ RINCÓN (JARAPE) Soy calarqueño (aunque por azares nací en Armenia), caricaturista de vocación y químico de profesión. He publicado en algunos periódicos aquí en Colombia (desde hace más de 10 años en El Espectador) y en algunas revistas en el exterior. Trabajé 28 años en el Laboratorio de Evidencia Traza del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses.

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ALEXANDER VELÁSQUEZ. Periodista, bloguero, podcaster, columnista del portal Kienyke y ahora dizque escritor. Fue católico pero le aburrieron las misas. Fue cristiano pero no le gustó el cuento del diezmo. De viejo le está gustando el budismo y cree con fe ciega en la reencarnación. Entre cuento y cuento, escribe su primera novela, basada en un hecho real.

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